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279. SÍNDROME DEL NIDO LLENO

  • Pajas Bravas
  • 26 abr 2020
  • 6 Min. de lectura

Existen muchísimos estudios y escritos realizados con respeto al “Síndrome del Nido Vacío”. Es aquel estado en el que la partida de un hijo podría provocar en los padres alguna sensación de soledad. A los eruditos les encanta utilizar frases comerciales. El “nido” es tan tierno. Y el “vaciamiento” habla de una depresión sólida. Sin embargo, es cuestión de poner National Geographic y ver cómo las pájaras tiran a sus pichones para que aprendan a volar. No les piden que se vayan, los arrojan al vacío. “Chau, te fuiste”. No exagero ni un poco. Los llevan de las alas al borde de la rama, y de un picotazo insultante, los obligan a volar… “Andate, por el amor de Dios, andate… necesito que el nido esté vacío”, creo que les dicen apretando el pico como si fueran dientes antes de sentenciar la finalización del confinamiento… y, ¿por qué no?, sentirse plenas nuevamente. La naturaleza es sabia. Lo es. La mina limpió el nido y lo ordenó setecientas cincuenta veces, estaba harta. Podrida estaba la pájara. Ya no los aguantaba más. De hecho, varió con esmero el menú de insectos todos los días, y nada. Siempre la misma cara de embole. “Otra vez un bicho de seis patas, ¿no se puede pedir sushi?”.

Mucho estudio del Síndrome del Nido Vacío y muy poco del Nido Lleno. Déjenme que me utilice como ejemplo. Total, ya caí bajo en varios escritos y tal vez esto ayude a alguna pájara que, como yo, está sufriendo de este síndrome que es parecido al vacío pero opuesto.

¿Cómo fue que me di cuenta que estaba padeciendo este Síndrome?

El día exacto no lo recuerdo. Pero fue alrededor del mismo día en que Alberto decretó la cuarentena. La puerta de mi nido se cerró, y estaban todos los pichones adentro.

Alberto, no solo decretó la cuarentena ese día. Decretó que era madre, esposa, hija, trabajadora de casas particulares, niñera, empleada, maestra, cocinera (de un comedor comunitario porque acá se come por docena), ahhhhh y yo misma. Claro, el “yo misma” es el personaje sumiso. Aparece poco.

La perra no quiso quedarse atrás. Ahora no hablo de mí, sino de la perra literal. Y el sábado pasado la veíamos extraña. “Che, Alaska está rara. Para mí que está constipada”. Siiiiiii, de cinco cachorros. El Síndrome del Nido Lleno no es lleno si no se llena.

Bueno, ¿cómo se diagnostica el Síndrome?

No es condición necesaria y suficiente el solo hecho de tener a los pichones en el nido. Tampoco son las cuatro horas y media diarias que permanezco sentada sobre la tabla del inodoro mirando la pastina de los azulejos. En absoluto silencio y quietecita. O dentro del auto estacionado en la puerta de casa. También, callada y quieta. Porque cualquier onda de movimiento o sonido imperceptible puede avivar a estos “walkers” que viven conmigo y es justamente lo que evito. Bueno, estos sucesos, por más seguidos que uno los haga (dos, tres, cuatro veces por la mañana, y otro tanto por la tarde) no es suficiente para diagnosticar el Síndrome. Es preciso enloquecer. Un brote. Salirse de su cuerpo y ver el cuadro en tercera persona y en quinta dimensión. Es hablar en lenguas. Es creer que se podría aniquilar a alguien con la mirada y permanecer sin pestañear durante horas. Así, y solo así, uno puede suponer que padece del Síndrome del Nido Lleno.

Por ejemplo, el viernes.

Habiendo terminado de ordenar prácticamente toda la casa, siempre con la estela de Marcos que viene detrás arruinando y empastando el cuadro, decido explicarle literatura a Corcho. Al pasar por el living, esquivo al marido disfrazado de ciclista que comenzaba su rutina de una hora pedaleando sobre el rodillo.

El sonido contante y molesto del rodillo, y la falta de atención de Corcho son condimentos que podrían despertar el Síndrome.

Entrando en la fase de deterioro en la relación madre-alumno, una podría explicar literatura de la siguiente manera:

“Va de nuevo Corrrrrchooooo… a ver si me prestasssss atttttenciooooooón… una fábula es un cuento pedorrrrrrrrrrrrooooo, donde animales pedoooooooooorrrrrrrooooooooosssss como esta estúpida hormiga torpe que va y se cae en la fuente y esta paloma boluda, como todas las palomas que existen en el planeta Tierra… ¿para qué carajooooo Dios creó a las palomas, me querés decir? Se comen la comida de Alaska que sale un huevoooo y cagan el auto de punta a punta… bicho maldito… entonces, las fábulas ¡¡¿¿qué hacen??!! Dejan siempre una moraleja pedoooooorrrrrrraaaaaa… ¡¿¿¿¿me entendessssss????!…

Esta reacción amorosa es condición necesaria, pero no suficiente. Es un detonante solamente. Dije que era preciso enloquecer.

A esto hubo que sumarle los improperios que recibió el mayor de mis hijos que, preocupado por la salud mental de Corcho, interrumpió la clase. Por supuesto que eran insultos que me involucraban directamente a mí. Tanto, que el tesoro cara de adolescente lustrado con Blem, se tentó.

En ese momento entré en estado de emoción violenta, pero con la represión necesaria que te brinda la maternidad.

Arranca el descenso por un embudo gigante e imaginario que nos lleva directo al Síndrome este.

Veía todo en cámara lenta. No entendía lo que trinaban mis pichones. Se me nubló la vista. Perdí el sentido de la orientación y el orden de las prioridades. Abrí la puerta del cuarto del segundo pichón y lo encontré durmiendo. Le tiré lo primero que encontré a mano, gracias a Dios era un libro finito. Tampoco taaaaan finito. Y de tapas duras. Creo que si encontraba un disco de 20 kgs, se lo revoleaba.

“¡¡¡MAMÁÁÁÁÁ… ESTÁS LOCA!!!”

Yyyyy… siiiii capo. Casualmente de eso escribo.

Ni lo miré. Seguí camino hacia Nirvana sin espacios ni tiempos a mi alrededor. Me senté en el sofá y recobré parcialmente la visión. El hombre seguía pedaleando con sus calcitas de ciclista colombeano y sus enormes auriculares. ¿Acaso este señor no se da cuenta que está estático? Todo a mi alrededor estaba desordenado. Esa perra y sus cachorros, que meloso. Son tan lindos que dan asco. Corcho vino a preguntarme algo, pero le miraba los dientes. No tengo idea qué fue lo que me dijo. Algo de la fábula, pero no pude entender. Esos dientes incurrían en mora de lavado. No podía pensar. Vino el segundo a decirme algo sobre el golpe en la cabeza con el libro, pero le miraba la cara y no sabía quién era. Ese tipo no podía ser mío. Era horrible, y hablaba mal. Escuché “loca” tres veces. Me dije en silencio: “si este flaco me dice loca una vez más lo escupo”. Llegó el mayor. Movía los brazos y apuntaba al jardín. Yo me sentí invadida, desbordada. Que feos que eran los tres. Uno más espantoso que el otro. Vagos. Sucios. ¡¡¡¿¿Por qué ocupan tanto espacio??!!! ¡¡¿¿Nunca van a dejar de producir mugre y ruido??!! Y ese señor chivado que cree que corre la carrera del Río Pinto en el living también. De golpe, me sentí en una riada. Algunas palabras resonaron en mi cabeza. El mayor dijo “Marcos” y “jardín”. Marcos solía ser mi bebito, tuve una vaga remembranza de él en alguna vida anterior. Era dulce, creo. Me acerqué lentamente a mirar por la ventana. No quería espantarlo. Ahí estaba. Un bebito horrible, sucio y vago, haciendo lo que mejor hace. Desorden. Y mugre. Había volcado la comida de la perra en el tacho de agua y estaba en posición de cuatro comiéndola como perro. ¿Era Marcos? ¡¿O era un cachorro que se parecía mucho a Marcos?! No podía darme cuenta. Sin embargo, la escena, me llenó paz. “Que se alimente”, pensé, “así es un plato menos para lavar”.

Con el correr del día fui recobrando el juicio. Fui entendiendo que esos eran mis hijos, que debía amarlos, que ese señor era mi marido (y que sabía que estaba sobre un rodillo), y que los cachorros eran de Alaska. La casa nunca estará ordenada mientras Marcos viva bajo mi techo. Eso también lo entendí. Jamás dejarán de tener hambre. Tendré que comprar más pan y rellenarlos. Eso entendí. Y que el confinamiento es obligatorio. También lo entendí. Que la falta de libertad e intimidad, enloquecen. Eso está claro.

Creo que del Síndrome del Nido Lleno uno se puede ir inmunizando. Sin embargo, hay síntomas que se vuelven resistentes y crónicos.

Esa noche, sentadita en la tabla del inodoro mirando el Kaukol, volví a agradecer la presencia de todos estos “walkers” en la casa. Volví a sentirme afortunada. Y, mientras le servía comida de perro a Marcos en el piso, le pedí amorosamente a los alaridos a Corcho que me expliqué la moraleja pedorra de la fábula de la estúpida liebre y la tortuga de mier…

 
 
 

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Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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