272. DISOCIACIÓN
- Pajas Bravas
- 4 jun 2019
- 3 Min. de lectura
Esta mañana me levanté y contemplé mis piernas. Una maravilla de la construcción divina. No porque sean lindas, de hecho son bastante fuleras. Pero son lo que son y funcionan. Bahhh, funcionan... quiero decir que una va detrás de la otra y yo me voy desplazando generalmente hacia el lado que planeo.
Anoche jugué un partido de fútbol.
Y así fue como comprendí la teoría de la división de tareas y de cómo algunas partes se especializan en determinadas cuestiones no pudiendo resolver otras. Debo confesar que a partir de anoche no creo en la genialidad de Henry Ford. No fue un erudito. De hecho, creo que el Fordismo es un plagio. El tipo entendió el movimiento corporal en serie y lo puso en práctica, y de allí surge la línea de ensamble y esas cuestiones bien de la época. El pibe pudo haber ido anoche como observador a las canchitas de futbol y saltaba todo a las claras… ¡Tampoco es que inventaste la pólvora, Henry!
Anoche entendí el concepto de “Disociación”.
Todo parecía tan sencillo. Eso lo volvía más perturbador. Una mamá adversaria, disfrazada de futbolista como yo, arrastrando una pelota agónica entre sus extremidades inferiores casi como una burda mímica a Charles Chaplin en Tiempos Modernos, y yo con toda la jugada en la cabeza. Era sencillo. La marcaba, le robaba la pelota, le metía un caño, salía corriendo hacia mi izquierda, esquivaba a la muerta de la derecha, una rabona, un taco, chumbo al arco y gol. Una pavada.
Pero, a diferencia de toda esta destreza que suponía, el resultado era exactamente inverso. Venía la pelota y atrás la madre disfrazada. Yo recibía, procesaba y transmitía la información dentro de mi cerebro a través de sinapsis, pero (y acá es donde les digo que comprendí el concepto de disociación) la información no llegaba ni en tiempo ni en forma a las piernas. Puedo decir con conocimiento de causa que no tengo coordinación neuronal de la cintura para abajo. Es rarísimo.
Anoche comprobé que, como jugadora de fuchibol, me pasan dos cosas. Y, aunque son diametralmente opuestas, en ambos casos no llega el agua desde el tanque a la cisterna.
Hubo tiempos en los cuales la pelota venía solita, a una velocidad ridículamente lenta, tanto que tenía tiempo de ajustarme la colita del pelo, y aún así, nada. Nada de nada. Como si fueran las piernas de otra persona… una persona fallecida… difunta hace tiempo. La información salía eyectada de mi tronco encefálico. Podía escuchar los impulsos electro-químicos. Pero en algún lugar cerca de mi ombligo, la cosa se disipaba. O se evaporaba. Las pobres dos estúpidas piernas simplemente no sabían qué hacer. Entonces no hacían nada y la pelota pasaba a través de la materia.
Eso era a veces. Otras veces hacían cosas más extrañas aún. Ponele que robaba una pelota, ponele, entonces ahí les agarraba como miedo escénico. Una especie de ataque de pánico digo yo. Un zapateo y zarandeo sobre la pelota sin ningún sentido. Un repiqueteo en el lugar, una batida de claras a punto nieve, la falla de cilindros. Era la ausencia total de la percepción del objeto y el espacio.
El partido fue lo que fue. Un enjambre de madres todas detrás de la pelota, gritando y riendo. Hubo un marido que le pidió a su esposa que no se metiera con el “futbol”, que eso era cosa suya y de sus amigos. Como si se tratara de un bien registrable. Hubo otro que quiso venir a auspiciar de árbitro.
No señores, la disociación es un trastorno que quisiera que permaneciera entre mujeres. Es nuestro secreto mejor guardado.
Al final de este escalofriante partido de futbol, fuimos a tomar unas cervezas. Porque si lo vamos a hacer, lo hacemos bien. Y ahí rememoramos las mejores jugadas. Yo tomé dos pintas mientras ellas rememoraban sus jugadas. Yo tomé cerveza y en un solemne mutismo, preferí jugarla callada.

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