269. EL DESPRECIO
- Pajas Bravas
- 11 feb 2019
- 6 Min. de lectura
El vuelo rasante de aquel Ser alado llamó la atención de todos y cada uno de los ángeles que volaban sobre sus escoltados. Era un Ser hermoso que resplandecía en aquella mañana tormentosa. Su vuelo era urgente y determinado. Sin descuidar la tutela de su “humano de la incuria” (así llamaban a los humanos que les fueran designados en guarda), los ángeles se miraron entre sí, asombrados al contemplar por primera vez a un Arcángel, suponiendo que algo grave habría de ocurrir. Eran todos Ángeles de la Guarda. Había uno por cada humano en la Tierra. Su misión era acompañarlos desde el primer latido, ser sus consejeros divinos, ampararlos en sus infancias, resguardarlos del mal, socorrerlos en momentos de abandono, sostenerlos durante el quebranto, apoyarlos y refugiarlos, y abrigarlos en sus alas hasta el final de sus días. Eso hacían los Ángeles de la Guarda. Cada uno volaba sobre su “humano de la incuria”, iluminando con su fulgor el camino y la desazón. La mañana había amanecido tormentosa, lo cual era lógico teniendo en cuenta que el día anterior había sido extremadamente caluroso y chato. Las nubes eran gruesas y el día permanecía hosco. Una multitud de ángeles, si es que se puede emplear el término, se hallaban en la rotonda velando por la seguridad de sus guarecidos al momento del majestuoso aterrizaje beatífico del Arcángel. Todos quedaron extasiados al contemplar su brillo celestial. - ¿Habías visto alguna vez a un Arcángel? - Nunca - Yo tampoco. Estoy impresionado. No lo puedo creer… - Yo tampoco había visto uno… - Noooo, jamás… - Yo conocí a un ángel hace tiempo que había visto uno de lejos. Me dijo que su brillo quedó en el tiempo por días y días… - Algo tiene que haber pasado para que se haya hecho presente… - Dicen que solo aparecen con el llanto de un ángel… - ¿Con el llanto de un ángel? - Sí. Eso dicen. Que son las lágrimas de un ángel lo que los atraen… - Nunca vi a un ángel llorar. - Nooo, yo tampoco… - Es que los ángeles no lloran. Son solo habladurías… - Yo no sé. Yo creo que la presencia del Arcángel debe significar algo grave, pero no puedo imaginarme qué será… - Yo tampoco… Así como los conductores de los cientos de autos abarrotados en la rotonda mataban el tiempo escuchando la radio o hablando por teléfono, los cientos de ángeles permanecían pendientes de aquella existencia superior. Ya sea por temor, o por pleitesía, o simplemente por humildad, nadie (si es que son “alguien”) quería llamar la atención. Un sentir reverencial era el sentimiento colectivo. El Arcángel no se movía. Era eterno y etéreo. Sin rostro y con un cuerpo colosal, sostenía sus inmensas alas sobre todo su ser. Su color era el vacío de un blanco inmaculado. Era el brillo de lo inexistente. Y era tan fugaz que era imposible sostener la mirada sin sentir el calor inmediato del fuego. De a poco y sin notarlo, bajo aquella lluvia copiosa, los vehículos se adelantaron unos cuantos metros. Cada conductor en su mundo. Cada ángel en el suyo. - No se mueve… - Creo que está mirando algo… - ¿Cómo sabes? - Porque está ahí tan quieto. Debe estar mirando algo… - Shhhh… Dejen de suponer cosas. ¿De verdad piensan que no los escucha? - Yo creo que vino a enseñarnos algo, a decirnos algo… Y creo que las lágrimas de un ángel lo llamaron… - Yo también pienso lo mismo. No sé qué es lo que pudo haber hecho llorar a un ángel, pero debe tener que ver con nuestros “humanos de la incuria”. - No creo… - El mío es amoroso. Es padre de tres chicos y trabaja en un Estudio de Abogados. Todos los días se levanta temprano, lleva a los chicos a colegio, se traba en esta rotonda y se va a trabajar… - Mi humana es también un ejemplo de mujer. Mamá, empleada, hija y hermana. No descuida nada. Está siempre atenta a todo y a todos. Trabaja en el centro y cada mañana se estanca en la misma rotonda. Escucha música clásica, dice que la relaja. Y siempre decide ponerle buena cara a este enredo vehicular… - Sí, mi humano también. Se levanta temprano y sale a correr y vive una vida sana. Está atento al prójimo y se pasa el día separando los plásticos para reciclarlos… - La mía lleva una vida dedicada a la solidaridad. Trabaja en una ONG y colabora con los más carenciados… - Bueno, mi humana no ayuda a los pobres, pero es protectora de animales. Ha llegado a tener doce perros en tránsito y les ha encontrado hogar a más de cuarenta… - Mi “humano de la incuria” es diácono de la Parroquia de Santa Teresa… - La mía es abuela de nueve nietitos que visita todas las semanas. Y los martes va a adoración de 20 a 21 hs… Los vehículos volvieron a circular con prudencia. La lluvia era constante y persistente. Los ángeles permanecieron en silencio, expectantes. El Arcángel no se movió. Cada movimiento era meticuloso, nadie (si es que realmente son alguien) quiso incomodar de alguna manera a este Ser de luz que sugestionaba con su sola presencia. Y cuando la rueda vehicular giró lo suficiente, un estruendo vivaz dejó paralizados a los ángeles. Un bramido ensordecedor emanó del Arcángel como el sonido del Apocalipsis mismo. Era un aullido de dolor inaguantable. Finalmente, y frente al centenar de ángeles que allí presenciaban el tormento de aquel Ser Celestial, el Arcángel sobrevoló lentamente los autos hasta quedar frente a una furgoneta. Su rostro indefinido manifestaba padecimiento y ahí, justo ahí donde todos eran guardianes y velaban por sus “humanos de la incuria”, el Arcángel levantó del asfalto a un Ángel de la Guarda que yacía sin vida. Era hermoso. Su vestido y sus alas caían lánguidos en brazos de ese Ser. Y en su rostro, una lágrima. Los ángeles entendieron, todos al mismo tiempo. Ellos fueron protagonistas de lo que ahí se gestaba. Una rotonda abarrotada, una tormenta exasperada, el dolor del cielo, y el desprecio. El absoluto desprecio. Un adolescente tendido en la redondez de la rotonda. Abandonado. Huérfano de humanidad. Aunque sintieron un dolor profundo, los ángeles no podían llorar. El llanto no les pertenecía. Debían cargar consigo la aflicción y la angustia pero no les era permitido llorar. Aquel niño venido a hombrecito padecía una enfermedad respiratoria congénita. Él lo sabía. Su Ángel de la Guarda también. Esa mañana su madre había querido llevarlo al colegio, pero él se negó. Había argumentado que la lluvia pronto cesaría y que él no podía seguir dependiendo de sus padres para crecer. Entonces, había tomado su mochila y su vianda. Ya en la salida, su madre se apuró en entregarle el piloto y un beso. Él tomó todo y se encaminó a la parada de colectivo. Tuvo suerte y en menos de cinco minutos, ya estaba sentado en el 21. Se bajó en Av. Uruguay y Ramal a Tigre e intentó cruzar la rotonda. Conocía la zona y estaba acostumbrado al desorden. La obra para la mejora del tránsito vehicular solo había empeorado la situación para los "de a pie" ya que no existían sendas ni prioridades para peatones. Con gran dificultad, con muchísimo estrés y empapado, logró cruzar la primera mitad y llegar al núcleo de la rotonda, ahí donde una palmera escuálida parecía ser la única que lo observaba. Sintió como se fueron inflamando sus vías respiratorias y decidió serenarse. Caminó hacia el lado opuesto del centro de la rotonda para terminar a cruzarla. Y fue ahí donde todo empeoró. El padre de familia, de profesión abogado, instintivamente y casi sin darse cuenta pisó un poquito el acelerador al notar que un muchacho, con claras intenciones de querer cruzar, podía retrasarlo aún más. Por supuesto que no lo hizo con intención, pero su gesto alertó al adolescente que retrocedió sobre su paso y agudizó sus sentidos. De igual manera, la señora que comenzaba a sentirse atrapada en aquella maraña tercermundista, se distrajo conectando la música clásica que tanto la relajaba. Y de esa manera, no notó al muchachito que empapado como estaba, intentaba simplemente cruzar la calle para resguardarse. Al que recicla los plásticos le incomodó ver la imagen de un muchacho ensopado y, si bien tuvo la intención de dejarlo pasar, un bocinazo lo intimidó. La señora que junta alimentos para los más carenciados y la que adopta perritos en la calle no vieron más allá de sus narices y en sus ensimismamientos no apreciaron al muchacho que ya no tenía fuerzas suficientes para exigir. El diácono y la de la misa de adoración tampoco tuvieron contemplación. No es que no hubieran querido ayudar, es que simplemente no lo vieron. Y en todo momento, su Ángel de la Guarda que iba y venía, impotente y abatido, intentando con todas sus fuerzas lograr que alguien tuviera piedad de su “humanito de la incuria”. Y fue tan desesperado el esfuerzo del ángel, que en un ir y venir sintió que perdía la fe. Ese fue el momento exacto en que una lágrima brotó de su rostro. Esa lágrima dolió, como si hubiera sido de cristal. Aquella mañana ambos perecieron. Al muchacho lo mató el egoísmo y la indiferencia. Al ángel, la rendición producto de la falta de fe. A ambos, el desprecio. __________________________________ Por todos los “de a pie” en todas las rotondas de la vida, por las lágrimas de los ángeles y por el dolor de un Arcángel, miremos siempre a través de la ventana de nuestra comodidad. El desprecio mata. Ayer vi como nadie percibió al muchacho que intentaba cruzar la rotonda mientras éste se empapaba. Nadie. ¿Nadie? Por el aprecio.

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