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268. LA AMANTE

  • Pajas Bravas
  • 28 dic 2018
  • 5 Min. de lectura

Fue un acorde. A ella le incomodaba el escote. La obligaba a sentarse demasiado recta para no hacer de un atuendo delicadamente sensual, una exhibición grosera y vulgar. La elegancia del ambiente, en concordancia con la iluminación tenue y la decoración navideña, evocaba un tiempo pasado, una infancia feliz. Única hija de un matrimonio casado en segundas nupcias, Mercedes había logrado casi todo lo que se había propuesto en la vida. Una mujer con personalidad fuerte, segura de sí misma, altanera por momentos, bordeando la insolencia casi siempre. Ella en su mundo era suficiente cosa como para sentirse completa y satisfecha. Con el menú en las manos notó la erosión en la piel. Caviló sobre las cuarenta cosechas acuñando el metal de su ser. Cuarenta y ocho, para ser exacta. La llamaban la dama de acero en la compañía en la que trabajaba, y el simbolismo del acuñamiento era perfecto. Volvió su mente hacia el menú. Cansada de lo mismo y aburrida de lo igual, decidió inclinarse un poco para descubrirse atrevida. Sin embargo, se incomodó mucho tiempo antes de lo que los otros comensales de la mesa lo hubieran podido notar. Entonces volvió a enderezarse y esconder su femineidad tras la copa de champagne que levantó por pura necesidad. La mesa era redonda y estaba ubicada en el centro del salón. Mercedes seguía la conversación con la mirada, y miraba a su alrededor con la mente. Rodeada de jefes y compañeros de trabajo, muchos de los cuales hablaban un español duro y cuajado, ella era consciente de su fortuna aunque por momentos la padecía. Había dejado su juventud entera en aquella empresa. Con una única meta en mente, había logrado ascender hasta convertirse en el acero que la describía. Y ellos la respetaban tanto que por momentos la abrumaban. Ni el escote ni sus uñas rojo furiosas la volvían objeto de deseo. Y ella lo sabía. En conversaciones que mantenía en secreto con ella misma solía concluir que el hecho de no ser deseable para los hombres era un mérito y no una desgracia. Hallaba debilidad en aquellos que se veían obligados a partir el tiempo productivo en dos. Y su soledad era la mejor y más completa compañía. El mozo le sirvió agua gasificada y le recargó la copa de champagne. Ella decidió contradecir a su colega en la cuestión de los problemas ambientales y discutió con el director de tesorería cuando éste mencionó el dilema de la caja chica, siempre con un todo de voz firme e inquebrantable. Fue un acorde. Sin el menor disimulo, Mercedes giró al oír el acorde. Era una delicia. Tres muchachitos vestidos de smoking azul llevaban varias horas tocando sus instrumentos para regocijo de los comensales. Aunque a decir verdad, ella no había notado la presencia de estos tres músicos que, con sus notas enlazadas en el aire, lograban mejorar el sabor del su salmón. Quedó atónita al escuchar aquel acorde. Literalmente quedó boquiabierta con uno de sus brazos extendidos hacia aquello que estaba a punto de objetar y que olvidó. Mercedes quedó pausada en la delicia del placer, como si el sonido del violín fuera vertiente de gozo. Tres niños, ella pensó. Uno sosteniendo un chelo más pesado que su vida misma y los otros dos, violines. Los tres siendo uno. Y ese acorde que la hipnotizó. “Por una cabeza”. Aquel había sido el génesis de su trance. Por una cabeza, tan exacto. Tan textual. Tan por su propia cabeza. Esos niños danzaban fundidos en sus instrumentos con la pasión de la juventud. Y ella quedó hechizada. Había sido el acorde, pero ahora era el todo. Eran los tres pero muy especialmente uno. Aquel que hacía el amor con la barbada y la vara. Ese chiquilín le quitó la respiración. Era un niño, ella lo sabía, pero acariciaba a su amada con tanto ardor que llegó a sentir envidia del violín. Envidia, un sentimiento que estrenaba. El mozo preguntó si retiraba su plato, y ella hizo un esfuerzo por volver del éxtasis. Le dijo que sí con apremio y volvió su mirada hacia los músicos. En realidad, solo hacia él. Ese jovencito al que le quedaba grande el vestuario y que parecía estar poseído por el sonido de su creación. Todo su cuerpo se había vuelto tango, y el de ella también. Sintió un repentino cosquilleo que le recordó su condición primitiva de mujer. Cruzó una pierna sobre la otra para atrapar la excitación y decidió dejarse llevar por el erotismo. Él se doblaba de placer al ritmo del compás. Tomaba a su amante del diapasón, la llevaba y traía en el más sensual movimiento de atracción, y le hacía gemir el alma casi al punto de estallar en astillas por el restaurante. Parecían conocerse profundamente, de siempre. Y el muchacho estaba fuera de sí. Mercedes hubiera querido acompañarlo en su ausencia, permitir que la lleve a ese lugar dónde él es rocío. Ella quería conocer su paraíso, sentir la pradera de la culminación. Ya no lo veía como un niño. De hecho, notó como ella se iba convirtiendo en la niña. Sintió la ignorancia repentina. Se supo inexperta. Ella nunca había gozado tanto y él era su maestro. Claramente un conocedor de sí mismo y de sus orgasmos. Él sabía qué quería y lo estaba haciendo, solo y por momentos acompañado. Él tenía lo que ella no sabía que quería: deseo. Se le secó la garganta. Tomó su copa de champagne y, aún cuando sabía la respuesta, se preguntó si la habría visto entre la multitud. Él no tenía ojos para otra. Se preguntó tantas cosas acerca de él. Quería devorarlo. Se había vuelto un hombre en tan solo un acorde. Fue el acorde. El gemido de su amante de madera. El deseo. La pasión. Los celos. La inseguridad. La niña. Con el final, cada músico tomó su instrumento, el atril y las partituras y saludaron tímida y disimuladamente. Los comensales siguieron absortos en sus conversaciones sin siquiera notar el silencio del sonido funcional. Todos menos Mercedes que permanecía hechizada. Lo vio retirarse a un costado del lugar y sintió que se derretía por dentro. Él joven maestro se aferró a su amante y la acarició con un deseo. Era la culminación. Tomó varios paños y frotó su desnudez hecha en abeto y ébano. Mercedes notó que él lo hacía delicadamente. Luego, como si se hubiera cumplido su deseo más lascivo, lo hizo con dureza rozando las cuerdas y el puente con desenvoltura. Finalmente, la tomó de la cintura, le dio un giro por el aire y la recostó para que descansara en su lecho. Cerró el estuche y se incorporó. Era un hombre. Su amante, una mujer. Y Mercedes, convertida en niña, hubiera querido ser violín. Fue el acorde.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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