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263. BUCHÓN

  • Pajas Bravas
  • 31 oct 2018
  • 4 Min. de lectura

Volví del almacén cargada de productos. Había seleccionado los justos, todos de primera marca. Quería que la torta fuera perfecta. El peso de una de las bolsas me cortaba la circulación del brazo izquierdo y sentía dolor. Intenté abrir la puerta con el brazo derecho. El dolor era intenso. Finalmente la llave rotó, la puerta se abrió, liberé las bolsas y el dolor cedió.

La bolsa se rompió y las contracciones se hicieron sólidas. Una última pujada, la liberación y el dolor cedió. Mi hijo había nacido. Un bebito colmado de vida. Su redondez y su llanto, la más pura perfección.

Apoyé los ingredientes sobre la mesada y prendí el equipo de música. Miré la blancura de la harina, la tersura de la manteca, la perfección del huevo. Mis manos limpias y cálidas masajearon y mimaron la masa hasta lograr una homogeneidad dulce y delicada.

Mi niño siguió creciendo en un ambiente sano, cálido, contenido y amoroso. Aprendió a sentarse, a gatear, a subir escaleras, a pedir por favor, a leer, a atarse los cordones, a andar en bicicleta, a jugar al rugby, a tomarse un colectivo.

Mi niño leudó.

La masa reposaba sobre la fuente. La tapé con un repasador un rato para que leude antes de meterla en el horno.

De chico lo llamábamos “la alegría del hogar”. Y al igual que la planta, mi hijo podía irse en vicio un poquito, podía ser chistoso por demás y movedizo, podía ser impaciente, podía excitarse y ser inquieto, pero una simple poda lo volvía a florecer. Su simpatía era su marca registrada. Y su sensibilidad también. Eso lo describía. Era el ser más alegre y simpático kilómetros a la redonda.

El horno a 180° recibió afectuosamente al todo. Lo cobijó entre sus llamas y lo cocinó en el más amoroso ambiente de protección y respeto.

Mi niño.

Una burla de más y la cosa se complicó. Primero fueron dos. Siempre los mismos. Lo tomaron de punta y él supo defenderse. Devolvió la agresión, pero se ve que el viento soplaba en su contra y un par de compañeros más se sumaron al ataque. Devolvió cada golpe que pudo hasta que no pudo más. No le faltaba personalidad, al contrario, lo que le sobraban eran agresores. Entonces decidió dejar de devolver. Prefirió evitar el enfrentamiento. Y aguantó. Aguantó. Aguantó. Aguantó. Pero no hablaba.

El horno calentaba.

Los días pasaban todos iguales. Se iban apilando en su paciencia, uno encima del otro. Iba al colegio con la única meta de pasar desapercibido. Soportó provocaciones, amenazas, insultos. Algunos eran demasiado agraviantes, como fue aquel día que comentaron algo acerca de su madre, es decir, de mí. Y lo lograron. Encontraron su límite. Eso no lo aguantó. Le pegó una trompada al verdugo. El viento soplaba con mayor intensidad, y más compañeros se pusieron en su contra. Y aquellos que siempre fueron amigos, prefirieron alejarse del conflicto. Yo los entiendo, nadie quiere quedar atrapado en el ojo de la tormenta, junto con mi niño. Y mi hijo quedó solo. Y no hablaba.

El horno quemaba.

Mi hijo volvía del colegio y se encerraba en su cuarto. Ya no florecía. No tenía programas. No había que podarlo. No hablaba.

Los mismos hostigadores de siempre, la periferia, los aledaños y, en medio de todos, mi hijo que no hablaba. Un nuevo conflicto, una injusticia, una nueva agresión desmedida y una trompada cobarde. Aparecieron los opinólogos, los emisores de juicios de valor y los sarcásticos de siempre. Y en las profundidades estaban todos sus amigos, mirando en el más aterrador silencio. Eso era lo que más dolía. Eran punzadas de dolor, la del alma, no la de la trompada.

El horno lo devoró.

Lograron quebrarlo. Lo quebraron.

Su rostro hablaba. Su inflamación gemía. Sus lágrimas clamaban.

Finalmente habló. “Mamá, no puedo más. Me molestan todos los días. No aguanto más”.

Esa noche habló. Nos contó algunas cosas, no todas. Su padecimiento, su soledad, su quebranto. Nos describió con crudeza lo que eran sus días en el colegio. La guerra desigual y completamente desleal. La cobardía de los hostigadores que trabajan en silencio, escondidos de los adultos, en manada. Finalmente pidió ayuda. El peso de su menhir se había vuelto insoportable.

Finalmente, en un desesperado manotazo de ahogado, mi niño habló.

Y ahora todos le dicen “Buchón”.

Bullying. Que chiquita queda la palabra cuando es un hijo propio el que lo sufre. Creo que es porque termina en “ing”, eso suena amigable.

Bullying, según el diccionario es acoso físico o psicológico al que someten, de forma continuada, a un alumno sus compañeros. Doy fe.

Se me pone la piel de gallina. Cada mañana lo dejo a mi hijo en la puerta del colegio, lo miro y literalmente le digo: “Aguantá, gordito. Esto va a pasar. Vos solo aguantá. Y tratá de ignorarlos”. Él me mira con los ojos vidriosos, y sin decir nada, sale del auto. Lo veo irse, con un andar cansino, desganado y abatido. Lo quebraron… y a mí también. Quisiera acompañarlo, entrar con él y enderezar la situación, gritar lo que pienso a los cuatro vientos, pero no es tan fácil. Desarticular un bullying es más complejo de lo que parece. Lo dejo en la puerta de su calvario y le pido que aguante ocho horas. Le pido que sea fuerte, que los ignore. Le pido un imposible.

Mi hijo aguantó más de siete meses sin decir una palabra. A diferencia del pacto silencioso y cobarde que pareciera ser ley entre los adolescentes, él tuvo la enorme valentía de pedir ayuda.

Y le dicen “Buchón”.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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