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258. CARAMEL & FLEUR DE SEL

  • Pajas Bravas
  • 25 abr 2018
  • 4 Min. de lectura

Una de las cosas que más me gusta de la vida, es el chocolate. ¿Ya lo sabían? Me gusta en todas sus tonalidades, y si habla suizo, más aún. Confieso que cuando era chica prefería cantidad sobre calidad. Gracias a Dios, esto lo pude madurar y hoy elijo la excelencia sobre la abundancia. Es de las cosas que más disfruto en esta vida. Hablo del chocolate, obviamente. Me gusta solo o acompañado. Puede ser con un cafecito o con una copita de vino tinto. Bueno, dicho lo cual quiero contarles que afortunadamente mi marido trabaja para una empresa suiza. Y gracias a Marquitos, recibí cantidad y calidad de esto que me encanta, el chocolate. Lo vengo comiendo con esmero y dedicación, como si tuviera que describir las notas de cata. De más está decir que todos los chocolates eran exquisitos. Todos provenían de la marca Lindt & Sprungli. Algunas piezas tenían avellanas, otras tenían frambuesas o cáscaras de naranjas, otras venían con un suave gusto a licor, en fin, todas eran deliciosas. Pero había un chocolate que fue muy difícil de comprender. Era suave y amable al principio y luego era áspero y ruin. En la caja decía: Lindt Grand Plaisir, pero no podía aseverar con certeza de que se tratara efectivamente de un Gran Placer. De hecho, no lo era. ¿Qué pasaba con este chocolate? Era dulce y salado. Una combinación que ni mi lengua ni mi paladar terminaban de aceptar. Leí la caja y decía: Caramel & Fleur de Sel. Entendí entonces que los suizos habían determinado que la composición que se logra mezclando chocolate con leche, caramel y gruesos granos de sal, era deliciosa. Le di una segunda oportunidad, y me volvió a pasar lo mismo. El final salado anulaba la delicia y deshacía la delicadeza del prólogo y la introducción. Sin embargo, seguí comiendo. Y seguí comiendo. Porque algo realmente extraño sucedía con este chocolate. La sal que quedaba sobre mi lengua enaltecía el siguiente bocado. Y así, sin darme cuenta, terminé la caja entera. ¿Y saben qué? Lo lamenté muchísimo. Se había convertido en un círculo ascendente de Grand Plaisir. La sal elevaba al infinito la dulzura del caramel, que se glorificaba con el chocolate, y estos dos exaltaban las salobres cualidades de aquellos diamantitos. Los suizos saben. Ayer tuvimos que sacrificar a Wallace, nuestro perro, nuestro mejor amigo. Cuando lo trajimos a casa era un cachorrito de cuarenta y cinco días, ayer tenía casi diez años. Wallace era un Pastor Blanco Suizo. Le diagnosticaron cáncer hace tres semanas. El pronóstico era malo, pero mi marido y yo teníamos grandes esperanzas de ganarle a esta maldita enfermedad. Le dimos dos dosis de quimio, pero el tumor se agrandó y no quisimos que sufriera ni medio segundo más. Ayer lo llamé a mi marido a la oficina y le dije que no lo veía bien. - Hola gordo… che, no lo veo bien a Wallace. Ya lo llamé al veterinario. Viene al mediodía… - No. Decile que lo llevo yo esta tarde. Supe que quería despedirse. Y en cierto modo, era un alivio enorme. Por un lado, tenía más tiempo para estar con este amigo tan incondicional, y por otro, les daba la posibilidad a los chicos de despedirse también. Así fue como los esperé a que llegaran del colegio y les confesé que teníamos que dormir a Wallace. Los tres lloraron a moco tendido. Fueron al jardín y se recostaron a su lado, haciéndole mimos y caricias. Yo miraba a través de la ventana, llorando como una niña. Cuando llegó mi marido, o mejor dicho, la mitad del hombre que era mi marido, se cambió y tomó coraje y la correa. El ruido de la cadena fue el detonante. Wallace no comprendió. Pensó que salía a pasear y se puso a saltar de la emoción, como lo hacía siempre. Saltaba con tanto entusiasmo y nosotros cinco llorábamos con tanta aflicción, que bien podía tratarse de una escena de Almodovar. Mi marido decidió pasearlo antes de llevarlo a la veterinaria. Mis hijos mayores lo acompañaron. Yo miré por la ventana. Parecía un cortejo fúnebre. Creo que en el fondo, todos sentíamos que teníamos algo de Judas Iscariote. Todos nos sentíamos traidores. Finalmente llegó el momento de llevarlo. Se subió a la camioneta con entusiasmo. Es posible que creyera que lo llevábamos a Luján, a la quinta que tanto amaba. Ese fue el momento más duro. Las despedidas premeditadas son cucharadas amargas de recuerdos que no pueden tragarse. Le tomé el hocico con delicadeza, lo miré profundamente y le dije: - Chau gordito, te voy a extrañar. Nos vemos… No pude más. Entré a la casa deshecha. Absolutamente rota. Quebrada por donde se me mirara. Al igual que mis hijos. Y mi marido. Todos sintiendo un dolor agudo en la garganta. El dolor de un alarido comprimido y negado. Escuché el llanto de Marcos a la distancia. Lo había dejado en su cuna y me llamaba. Lo tomé de entre las sábanas, tan chiquito. Hundí su carita en mi cuello y lo hamaqué suavemente. Recordé aquello que se dice que la muerte viene de la mano de un nacimiento. Acá estábamos despidiendo a un amado miembro de la familia, y al mismo tiempo, conociendo a un nuevo integrante. Estábamos degustando el caramel y la fleur de sel. Anoche cuestioné tanto el hecho de tener perros. Odié aquel día, diez años atrás, en que fuimos a buscar a Wallace. Me lastimaba recordarlo de cachorro, visualizarlo en cada viaje que hizo con nosotros, la paciencia que nos tuvo en la época en que Carola nos consumía todo el tiempo y el espacio. “Con lo poco que viven”, pensé, “y lo que se hacen querer. Mejor dicho, amar. Realmente es una tortura. Nunca más quiero volver a tener un perro. Nunca más. Y… ojalá no lo hubiéramos tenido a Wallace”. En ese momento, Wallace era la felur de sel. Él era todo el recuerdo salado que deja mal sabor en la boca. Pero también era el caramel. Si lograba seguir degustándolo, venían a mí los momentos dulces que se exaltaban en mi mente y hacían que todo valiera la pena. Y lentamente, los cristalitos salados se volvieron deliciosos con la ayuda de todos aquellos momentos maravillosos que hicieron que mi vida a su lado fuera grandiosa. La vida es exactamente eso, una de sal y una de caramel. Porque sin la sal, el caramel no sería tan exquisitamente dulce. Mi amigo era un pastor suizo. Y los suizos saben. “Chau gordito, te voy a extrañar. Nos vemos…”

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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