255. LA FOCA EN SU CASTILLO DE ALMOHADAS
- Pajas Bravas
- 16 mar 2018
- 6 Min. de lectura
Ella había construido su castillo de almohadas y estaba delicadamente tendida como animal marino en medio de su fortaleza de guata. Tres almohadas sostenían su cabeza, una soportaba el peso pesado de su espalda, y el pilar de toda la estructura consistía en la almohada que se ponía entre las piernas. Así, echada de costado, la embarazada de ocho meses y medio miraba televisión. Él entró en la habitación, dueño de todo su ser, en tiempo y espacio. Vestido de gladiador con su falda de toalla y su pelo alborotado, cerró la puerta con determinación. Sediento, con la mirada clavada en la foca, le dio una vuelta a la llave. Ella sentía la condensación en el aire pero no parpadeó. Él le puso más intensidad a la segunda vuelta de llave y tragó saliva. Ella se sabía presa del deseo y, aunque le picaban los ojos por sequedad, era consciente de que no debía parpadear. Finalmente, él se dio por vencido. - Ahhhh, pero le pones una ooonda, gorda… - ¿Ehh? - Dale… no te hagas. - ¿Quééé? Estoy mirando tele… Ahhhh… ¡Cerraste la puerta! Ella se desconocía. La noche anterior, pasadas las cuatro de la mañana, había tomado una decisión que sería bisagra. “Ma sí, yo me hago pis encima. No me levanto más”. Es que las noches se troquelaban con las sucesivas levantadas y ella iba notando que no valía la pena semejante esfuerzo. La corrida al baño, la contracción uterina, el dolor en la entrepierna, todo por una cuchara sopera de pis. Realmente no valía la pena. Así fue como, aquella noche, intentó desesperadamente desobedecer los mandatos de la vida. Con el aire acondicionado al mango, ella casi desnuda, destapada y muerta de calor, y él en posición fetal, tapado hasta los ojos con dos mantas de algodón y tiritando de frío, así fue que ella decidió cruzar el umbral de la cordura. Lo que ella no sabía era que uno pierde la potestad de descontrolar esfinteres. Por más que hiciera fuerza y se enojara, lo controlado permanece controlado. De todas formas, aunque debió levantarse y dirigirse al baño como Dios manda, ella sabía que algo grande había terminado por romperse, la dignidad. - Y siiii, gorda. Cerré la puerta. Pensé que podíamos tener nuestro “momento”. - Emm, dale. - Uffff, qué onda, dejá. - Noooo, daaaale gordo. Vos también, ¿qué queres? Decime… ¿qué queres que haga? Estoy enorme. ¿Encima pretendes que ponga cara de pornografía? ¿Vos viste lo que soy? Me faltan bigotes… ¿Qué era la dignidad? ¿Acaso la dignidad no significaba justamente ser merecedor de respeto? Eso era exactamente lo que no encajaba. Lo que ella venía sintiendo días atrás era humillación. Recordó su paso por el Laboratorio con la orden del médico, recordó la cola de hombres y mujeres que la rodeaban, y recordó a la niña que la recepcionó. - Hola, qué tal. ¿En qué puedo ayudarte? - Qué tal. Vengo a hacerme estos estudios. - Permitime la orden y la credencial… ¿Trajiste la orina? - Ayyy siii, que vergüenza… Acá la tengo, adentro de la bolsita. - Perfecto. Acá piden un hisopado anal y de vagina para el estudio del estreptococo, ¿sabías? - Shhhh… siiii, sabía… jaja. - ¿Te higienizaste? - ¿Qué? - Que, ¿si te higienizaste antes de venir? - Más bajo no podes decirlo, ¿no? Ehhh… siii, obvio que me higienicé las partes… - Bueno, entonces vamos a tener que dejar el hisopado anal y de vagina para mañana. La idea es que vengas sin higienizarte, ¿entendes?… Era obvio que la chiquita cobraba comisión por cada vez que pronunciaba “higienizarte”, e iba a porcentaje de utilidades a medida que aumentaba el tono de su voz. Como la situación era de lo más bizarra, ella entendió que la única manera de salir a flote de esa deshorna era simplemente impulsándose en la vergüenza. - Si, si, entendí. Mañana hago esta misma cola y, cuando me preguntes si vine limpia o no para el estudio del hisopo en el ano, te digo directamente que no. ¿Está bien? Tomó la credencial, la orden y así, con un delicado e higienizado movimiento de cadera, se retiró. Caminaba resuelta, sabiendo que no era merecedora de semejante bochorno. Ya no se ponía colorada ni sentía ardor en sus mejillas. Por lo menos, no tanto como la semana anterior cuando visitó a su médico obstetra junto a su marido. Es que hay temas que ella prefería hablar con su médico sin que su pareja estuviera presente. ¿Para qué mutilar la poca sensualidad que pudiera andar quedando? Pero en aquella ocasión, el facultativo habló de sus partes íntimas como si se tratara de seis abultados kilos de carne de vaca vieja. Sin el menor recado, y frente a su marido, la llamó “multípara” en varias oportunidades y dijo que su vagina era “complaciente”. Y, aunque después explicó que se trataba de un término médico, la imagen de una cosa enorme, voluptuosa, generosa en sus dimensiones, atenta y servicial, ya estaba implantada en la mente del matrimonio. Por supuesto que se habló también de su problema de incontinencia y de lo incompatible que aquello era frente al esfuerzo que demandaría expulsar al crío en el parto. Lo que ella sentía era que su privacidad estaba siendo constantemente vulnerada y que todo lo que solía ser íntimo se volvía público y resaltado. Ya no quedaba ni la más mínima pizca de erotismo. Toda ella era una gigantesca vagina, pero en el sentido más primitivo de la palabra. Ella era un enorme canal por donde saldría su hijo en menos de dos semanas, ella era un tremendo martirio en el bajo vientre que la paralizaba y la dejaba jadeando de dolor, ella era la incontinencia, la complacencia, la higiene, la foca tirada en el medio de su castillo de almohadas. Y su marido. Él permanecía de pie junto a la cama esperando una respuesta. Ya le había dicho que estaba hermosa, que el embarazo le sentaba de maravilla, y mil piropos más, y todo era con la mayor de las sinceridades. Ella lo miró con amor. Ahí estaba, con su toalla y pelo alborotado, deseándola a pesar de todo. Él era el amor de su vida y, en pleno uso de sus facultades mentales, ella no dudaría en desplumar a cualquier ave de rapiña que intentara interponerse entre ella y él, pero ya no podía seguir ordenándole misiones a su vagina. No quería pedirle más mercedes. Y justo en el segundo en el qué el merengue perdía consistencia, él le dio una última batida. - Bueno gorda, ¿qué querés que haga yo? Dejame que tenga un “permitido” entonces… - ¡¡DALE!! La sorpresa fue mutua. Ella no había pronunciado palabra alguna, aquello había sido una exclamación de su vagina. Y no estaba tan segura si era la velocidad con la que había respondido a su
petición, o la contundencia con la que lo había hecho, pero algo no estaba bien. - ¿Quéééé? - Que sí. Otra vez. Aunque esta vez supo que lo que estaba mal era la velocidad. - ¿Cómo que me dejarías un “permitido”? ¿En serio me estas hablando, gorda? - Si. Si lo necesitas, no me opongo. - Ahhh, estamos en el horno entonces... Él dejó caer la toalla y se quedó atónito. Luego, su semblante se transfiguró y ella notó enojo en su mirada. Sabía que esto era solo el principio, que vendría una charla acerca de decepciones y de batallas perdidas. Ella lo sabía. Lo que él no sabía era que ella, la que estaba tendida en medio de la pila de almohadas, la que había querido hacerse pis encima tan solo veinticuatro horas antes, la que se sube o baja del auto y sufre de incontinencia, la que tiene que volver al Laboratorio sin higienizarse para hacerse el estudio del hisopo en el ano, esa momentáneamente no se trataba de su mujer. Eso era un vientre a punto de explotar, el origen de la existencia, el cauce de la vida. O también, y más bien para ella, eso tendido en la cama no era otra cosa que una pobre foca en medio de su castillo de almohadas, queriendo ver televisión y que el tiempo le devuelva aquello que fue perdiendo, la dignidad. _______________________ Una mirada femenina y hormonal, un tanto exagerada (o no), acerca de percepciones y sensaciones en los últimos días de embarazo. Para ellas, las focas bigotudas, y para ellos, los que nunca pierden la esperanza.

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