254. AVES DE RAPIÑA
- Pajas Bravas
- 14 feb 2018
- 4 Min. de lectura
Las que me leen hace tiempo saben que no soy una mujer que se enrosque en un injustificado frasco de celos infundados, de hecho y para ser más contundente aún, voy a decir que no me considero una mujer celosa. Lo que se despierta en mi interior muuuuuuy de vez en cuando y por circunstancias exógenas a mi pareja, es una bestial fiera que simplemente defiende su madriguera. Si mi burbuja familiar flota por el aire, graciosa y jovial, sin molestar a nadie ni intervenir en el aura de la burbuja de otros, pretendo lo mismo. En los cinco años que hace que comencé con Pajas Bravas, únicamente escribí sobre este tema en dos oportunidades. Uno se llama “107. El despertar de la fiera”, y el otro “231. ¿Pasta o pollo?”. Si me preguntaran lo siguiente, mi respuesta tendría la contundencia de la adolescencia: ¿Confias en tu marido? - REEE. - Entonces, ¿por qué tanto escándalo? - Porque aparecen estas aves de rapiña queriendo violar la propiedad privada y a mí se me enciende la alarma, no puedo evitarlo. Y porque el matrimonio es un engranaje helicoidal extremadamente complejo que podría estar sufriendo algún desperfecto trivial y absolutamente insubstancial pero que, frente a estas circunstancias, podría volverse relevante y profundo. Y porque después de haber perdido una hija, ya nunca más digo “esto a mí no me va a pasar”. Casi veinte años casada con el amor de mi vida surfeando olas de distintas magnitudes, habiendo sido Carola la ola más monumental de todas, me habilita a escribir este simple ensayo. No pretende ser otra cosa que mi pensamiento en voz alta. Y que mejor lugar que éste, mi diván. Busqué en el diccionario la definición de “enamorarse”. Es loco porque dice: Pasar a sentir amor por una persona. Entonces quiere decir que si sentís amor por una persona, permaneces enamorada (siempre y cuando ese amor perdure). Sin embargo yo siento que el enamoramiento no es plano ni continuo. Yo creo que es el amor el que mantiene la estufa encendida todo el año calentando el corazón pero que el enamoramiento viene a ser un shock esporádico de gas que enciende fugazmente la llama produciendo un fogonazo que llega al estómago. ¿Qué produce ese shock de gas? Yyyyy depende, en mi caso combustiono cuando lo veo trepado al techo de la casa pintando el tanque de agua, o cuando usa jeans con alpargatas de yute, o cuando prepara verduras asadas especialmente para mí. Cada cual arderá provocada por su propia combustión. De igual manera, pero con efecto inverso, sé que hay cosas mías y solo mías que a él no le gustan. No uso billetera, y llevo la plata desparramada dentro de mi cartera y/o en los bolsillos de mis pantalones. Nunca llevo demasiado y casi siempre llevo poco. Eso lo descoloca, yo lo sé. Él quisiera que yo fuera deportista. Yo lo sé. A él le encantaría que, por lo menos una vez cada siete u ocho años, yo mandara a lavar mi auto. Eso le fascinaría, yo lo sé. Pero no sucede. Y, con esta última aparición de este desvergonzado ave de rapiña, se me encendieron estas luces en el tablero y ahora ando por la vida pensando en estos desperfectos en lugar de ver la gran maquinaria en su totalidad. Por supuesto que también hice lo que no debía. Estando en bikini me paré de espaldas al espejo con un espejito de mano e inspeccioné mi “ir”. Vieron como es esto… Ante todo, soy mujer y esta luz también se encendió en mi tablero. Por supuesto que mi embarazo no colabora en nada, pero debo decir que fue una imagen desoladora difícil de olvidar. No conforme con lo que veía, decidí quitarme la bikini y enfrentar la cosa con valentía, como cuando tomo uvasal, rápido y sin titubear. Fue duro. Todavía lloro de noche. Mi “ir” es un conjunto de líneas todas tan derechas, sin la más mínima curva ni gracia, que forman un enorme prisma. Dos rectas me definen hacia los costados, en la denominada zona de la cintura. Ja! La cintura. Acompañando la rectitud de mi delimitación, la espina dorsal desciende hasta convertirse en una fina grietita, insípida y desabrida, llamada “la cola”. Así, apoyada en el vaciamiento sorpresivo de los glúteos, mi cola forma una inexpresiva y triste “T” invertida. Básicamente es como si mi “ir” hubiera sido guillotinado desde la nuca hacia abajo, o que yo hubiera sido expuesta a una fuerza centrípeta de magnitudes inconmensurables, y todo lo de atrás hubiera sido brutalmente desplazado hacia adelante. Rarísimo. Y muy feo. Por suerte acá estamos hablando de amor y no de trivialidades, dicho lo cual, prosigo. Si le preguntara a mi marido: “Che, gordo, ¿por qué no me engañarías?, su respuesta sería: “Porque te amo”. Así, liso y llano. Y le creo. Pero conozco dos hombres que, amando con locura a sus mujeres, calificaron de carroña y estas aves rapaces clavaran su pico y garras, y se alimentaron de ellos. Por eso, si le pidiera que no lo justifique y se ampare únicamente en el amor sino que fuera más adentro, sus respuestas serían: - Porque pensaría en las consecuencias. No soy un hombre que se deje llevar por los impulsos. Y ciertamente tengo mucho más para perder. Un segundo de placer no lo vale. Vos no sos solo vos, vos sos parte fundamental del paquete familiar que yo tanto amo. - Te creo, pero ¿y si supieras que yo no podría enterarme? - Vos me conoces, gorda. Porque soy trasparente y no podría vivir con la culpa. Simplemente no podría. Y le creo. Entonces, ¿porqué se activan las alarmas? Porque ya lo dice LoJack… Lo mío es mío. Porque un buitre sobrevoló mi territorio y resucitó a la fiera que reposa dentro mío. Y mi fiera es una fiera fiera… que tiene un “ir” realmente horrible, pero que su “venir” es aún más bestial y feroz. … Igual, y que quede entre nosotras, acabo de lavar el auto. ¿Pueden creerlo? Lo juro. Ahhh y ya que estamos… ¡Feliz día de los que combustionamos fugazmente cada tanto!

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