253. LO MINÚSCULO Y EL SEGUNDO
- Pajas Bravas
- 13 dic 2017
- 4 Min. de lectura
Lo minúsculo tiene el brillo de la vida. Y el segundo es más valioso que la eternidad del tiempo. Diciembre podría devorarnos. Y hablo en potencial porque, en ocasiones, algo minúsculo o un simple segundo podrían ser la salvación. Yo estoy cursando el quinto mes de embarazo. Y déjenme decirles que, salvo por el hecho fáctico de la fecundación, la división de las células y la suspensión de los ciclos menstruales, la preñez a los cuarenta en nada se parece a una a los veinte. Pero esto es para otro escrito. Diciembre lacera. Con el fin del ciclo lectivo, llegan las vacaciones, el descanso y el gin tonic, oooooo… las frustraciones, las broncas, las recriminaciones, los portazos, los discursos en cadena nacional, las arengas, los gritos, los llantos, la desesperanza, la desunión, los “Dejame que te recuerde que NO ESTÁS DE VACACIONES, QUERIDO”, y frases filosóficas tales como “¿PARA QUÉ ME TUVIERON?” o “¡¿Para qué carajo tengo que aprender la sexualidad de la flor?!” Podría contestarle que lo concebimos porque lo deseábamos, porque sentíamos que era hora de formar una familia y que su llegada nos completó como proyecto de vida en común. Podría. Pero se vuelve difícil la comunicación a través de una puerta cerrada de un golpazo, de objetos lanzados por el aire, de improperios inauditos que debí googlear. Entonces, con humildad, me limito a contestarle que conocer la sexualidad de la flor nos permite elevarnos como seres racionales que somos. El tema este año es que, a falta de uno, tengo dos tesoros en secundaria. Y los dos, que durante las vacaciones son igual de amorosos, relajados y divertidos, los dos son igual de disléxicos, cada uno en una versión diferente. Por ende, los dos son grandes lanzadores de objetos e improperios durante diciembre. Porque diciembre les desmenuza la entereza. Y yo, un poquito los entiendo. La cuestión es que diciembre nos hiere a todos. Es que estaba cursando un típico embarazo de cinco meses, y ahora de golpe llega diciembre y tengo que parir una docena de materias que vienen de nalga. Porque aunque les grite con el ceño fruncido y los dientes apretados que “YO YAAAAA TERMINÉ LA SECUNDARIA!!”, y que “NO ME PIENSO HACER MALA SANGRE SI UDS NO ESTUDIAN!!”, la realidad es que se sufre cada derrota y se festeja cada victoria como si fuera propia. Entonces, en lugar de estar descansando con las patas para arriba para deshinchar los tobillos y disfrutando de las pataditas de mi bebito, acá me ven… estudiando potenciación, radicación, análisis sintáctico, y la inútil sexualidad frígida de la flor. Completamente atravesada por diciembre, con sus puntas filosas, sus cruces, sus aplazos, sus tachaduras, sentada en medio de torres de apuntes, y Corcho que me dice: “Mamá, no decoramos la casa”… - Eh? - Que no decoramos la casa… No pusimos el “argolito”… - Ay Corcho, ¿no ves que estoy ocupada, gordito? ¿No ves que le estoy explicando esto a tu hermano? No puedo… No voy a negar que volví a tomar la birome y el apunte con cierta aflicción. Después de todo, diciembre también solía ser colorido, brillante, renovador, pintoresco y mágico. Pero un segundo más tarde, ya estaba concentrada en el múltiplo común mayor y en marcarle con la mirada láser fulminante todos los errores a mí tesoro. Diciembre. La cuestión es que anoche fue una noche intensa, una verdadera lucha de esgrima verbal con heridas cortantes y otras superficiales. Anoche nos dijimos muchas verdades, y otras exageraciones. Anoche, como cada noche de diciembre, bailamos un malambo físico-químico, matemático y aburrido, lleno de intencionalidad y firmeza, con llanto contenido y exceso de masculinidad. Anoche, como cada noche, nos volvimos víctimas, maltratadores, mártires y verdugos. Y cuando levanté todo mi ser de la silla, me dolía el entrecejo. ¿No sé si les pasó alguna vez? Me dolía el pliegue de piel que se había acumulado bajo presión entre los dos ojos. Y no aguantaba más el sonido de mi voz. No quería escucharme más, nunca más. Caminé a través del pasillo con un andar cansino y cuando llegué al living, lo que vi fue una lanza de ternura sin igual que me atravesó el corazón. Nuestro arqueológico “argolito” de navidad se mantenía erguido con dificultad junto a la puerta. Un arreglo navideño desflecado había sido dispuesto en medio de la mesa del comedor. Varios dibujos de Papá Noel también habían sido ubicados sobre la chimenea, y un muñeco de nieves sobre el sillón. Justo en ese momento, venía corriendo Corcho con dos bolitas más y, al engancharlas en las dos ramas libres que le quedaba al pobre “argolito”, el tipo se desvaneció en piso. - Ma, se cae siempre. - Es que le pusiste todas las bolitas de este lado… - Pero del otro lado no se ven… - Tenés razón, Corcho. Del otro lado no se ven… Yo estaba parada frente al árbol de navidad más feo del primer cordón del conurbano bonaerense, pero créanme que era más hermoso que el más grande de Alparamis. El mío es chiquito, mide menos de ochenta centímetros, su base es un platito de plástico que no sostiene el peso de unas cuantas bolitas rojas ubicadas de un solo lado, y muchas de sus ramas padecen sarna. Yo estaba enfrascada en un diciembre fatídico, enroscada en lo colosal y sobresaliente, enganchada en la negrura de las ramas del fondo mientras mi chiquito iluminaba la casa solito, demostrándome que las bolas que importan son las que se ven. De golpe me di cuenta que hay un niño en mi casa que espera que diciembre sea mágico y lleno de esperanza. Hay un niño que quiere colgar las botas navideñas y escribirle una carta a Papá Noel. Hay un niño que me pidió un favor minúsculo, que le dedicara un segundo, y no fui capaz de dárselo. ¡Qué maravilla el poder de lo minúsculo y que valioso es el segundo! Hay un niño en mi casa que me devolvió la Navidad. Les mando algo minúsculo y un segundo apretado a todas aquellas madres que, como yo, están viviendo el martirio del diciembre de las ramas del fondo. Sepan que no están solas, y que hay bolitas en la parte de adelante!!

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