EL SOLILOQUIO DE LUISA
- Pajas Bravas
- 14 jun 2017
- 10 Min. de lectura
244. EL SOLILOQUIO DE LUISA Los sonidos del departamento sobre la calle Virrey del Pino producían una composición musical de plácidos acordes constituyendo una unidad armónica matutina. La alama, siempre puntual, daba inicio a las seis y cuarenta y cinco de la mañana a la orquesta sinfónica del conservatorio de Luisa, la dueña del departamento 4 “C”. Primero, bien sutil y de fondo, el arrastre de las pantuflas sobre el parquet, y algún crujido de la madera bajo presión. Luego, el sonido del agua y el enjuague bucal, el alboroto del inodoro, y a partir de junio, el estruendo de una buena depuración de nariz. El repiqueteo de las tazas y los platitos, un regalo de su abuela, que Luisa cuidaba con extremo cariño. El silbido de la pava, el crujir de las tostadas, el golpeteo de la cucharita dentro del frasco de dulce de damascos. Y finalmente, la algarabía de voces alegres en un tono vivo y personal, la representación de la inocencia y del idealismo, el soliloquio de Luisa. Una vez vestida y lista, abrigaba a sus dos hijos y salía a recibir las bondades de un nuevo día. - Uy Gerardo, ¿hace mucho que nos espera? - ¡Qué tal Luisa! No, no se preocupe, llegué hace dos minutitos. ¿Cómo anda esta mañana? - Muy bien Gerardo, muchas gracias. Hoy nos levantamos un cachitín más tarde, perdone Ud la demora. Traté de abrigarlos más, pero Ud sabe lo que son estos dos, me vuelven loca… A Diego no lo molesta, pero a Martín no le gusta el color del saquito, yo le digo que hace juego con sus ojos, ¿no le parece Gerardo? - Por supuesto Luisa, son del mismo tono… Bueno, vamos muchachos que los llevo, díganle chau a su mamá… - Chau mis amores, nos vemos más luego…. AHHHH, esperen un segundo… ¿Qué les gustaría cenar?... Chicooooos… buehhhh… qué se yo… un bifecito a punto, eso les encanta. Voy a ver como les meto la verdura a estos dos, porque la dejan siempre… tendría que hablar eso con el médico… Luisa llevaba una pollera por debajo de a las rodillas color marrón y unas medibachas un tanto desgastadas que se embutían dentro de unas botas muy bien lustradas. Llevaba puesta una camisa blanca impecable, un sweater tejido a mano color amarillo claro y un tapado beige. Por último, una bufanda Burberry original, regalo de la madre de una pacientita que había cuidado hacía más de veinte años. No había una vez que enroscara esa boa de lujo alrededor de su cuello que no pensara en Sarita, una niña con leucemia a quien había cuidado cinco años como enfermera particular, y a quién había visto sanar de la manera más milagrosa posible. El día que se despidieron, fue imposible poner en palabras lo que sentía. Era un enorme océano de alegría infinita, con una pequeña corriente de congoja que iba hiriendo las aguas exultantes a su paso. Salió del “Chateau”, como solía llamar a aquella casona sobre Figueroa Alcorta y decidió que ese sería el final de la Luisita enfermera. Ya no quería seguir andando entre la vida y la muerte. Para Luisa, la muerte se había convertido en su gran compañera desde niña. Su padre había fallecido de una manera muy trágica cuando ella tenía tres años, y no tenía más recuerdos que aquellos estáticos de las fotografías. Tras la desgracia familiar, la madre de Luisita puso en alquiler su departamento sobre Virrey del Pino y se había mudado a Parque de los Patricios con su hermana soltera a quien Luisa solía llamar "mi otra mamá". Ella había sufrido poliomielitis de bebé y caminaba con gran dificultad. Al cabo de unos años, Luisa se había convertido en quién ayudaría a su "otra mamá" a transitar esa difícil enfermedad hasta el final de sus días. La partida de su tía devolvió a Luisa y a su madre la exclusividad que habían perdido. Eran ellas dos solas, la una para la otra, y se querían con locura. La madre de Luisa era una mujer de estatura normal pero muy delgada. De chica solían llamarla “la pequeña flamenco” por sus piernas largas y flacas, y por su nariz puntiaguda y extremadamente arqueada. A ella no le gustaba el mote pero, ¿quién puede impedir la concepción de un apodo? Nadie. A pesar de su delgadez, Luisa no conocía otra persona que tuviera tanto brío como su madre. Era una mujer que había logrado salir varias veces del fondo de la vida y eso a Luisa la enorgullecía. Sin embargo, ni todo el amor del mundo pudo contra aquel diagnóstico fatal que le anunciaron mientras sonaban las campanas de la catedral. Su madre había comenzado a olvidar algunas cosas, y el doctor determinó que lo mejor sería medicarla para el Alzheimer. Durante la enfermedad, Luisa había estudiado enfermería para ayudar a su madre. Ya lo había hecho casi diez años atrás con su “otra mamá”, y se había descubierto muy paciente y amorosa. La enfermería le daba sentido a su vida, un marco contenedor, como si hubiera terminado de definirla como persona. Y así como habían comenzado a amarse, pero con los roles invertidos, Luisa y su madre se cuidaron mutuamente toda la vida. La mamá falleció un domingo al mediodía. Aunque llevaba postrada más de tres meses, Luisa la bañaba, le conversaba y le leía el diario todos los días. Ese domingo, tras el velorio y posterior entierro de su madre, Luisa decidió que lo mejor sería dejar Parque de los Patricios atrás y volver a su departamento de la calle Virrey del Pino para comenzar a vivir su vida. - ¡Qué tal Emilio! ¿Cómo le va? - Hoooola Luisa, ¿cómo anda? ¿Cómo se siente hoy? Hace tiempo que no la vemos por acá… - Estoy bien, gracias. La humedad me recuerda que tengo huesos, pero eso debería agradecerlo, ¿no?... jajaja… A veces nos quejamos porque es gratis… Digame, ¿tiene bifecitos? Necesitaría cuatro… - Para Ud Luisa tengo estos bifes de chorizo para hacer a la plancha que están para chuparse los dedos… - Uyyyy, son enormes… Buehhh, démelos igual. Uds vio lo que comen mis chiquitos, ¿no? Nunca sobra nada… - Se los corto a la mitad para que sean más fáciles de cocinar… ¿Alguna novedad de su marido, Luisa? Hace tiempo que no le pregunto… - Ernesto sigue en Uruguay. Me escribe a diario, pero el correo funciona tan mal que últimamente no he tenido noticias de él. Sé, por su hermana, que lo ascendieron a Teniente Coronel. Seguramente vuelva en diciembre para las fiestas… - Esas son buenas noticias, Luisa. Cuánto me alegro… Lo suyo serían ciento cincuenta pesos… si tiene, sino me los paga otro día… - Nooo, qué va, Emilio… Mi madre siempre me dice: La desmemoria es un don que otorga Dios a los deudores para compensarlos por su falta de conciencia... Ahí tiene, ciento cincuenta. Nos vemos, Emilio… ¡Gracias! - Adiós Luisa, salude Ud a sus hijos de mi parte… Luisa disfrutaba de la caminata matinal por Belgrano. Aprovechaba las horas en las que sus hijos se iban con Gerardo para mirar vidrieras de zapatos y personas. Algunas veces, sobre todo los jueves y viernes, se tomaba un café sentada frente al ventanal que daba a la esquina de su edificio. Hoy era lunes, pero le dolían los huesos y decidió mimarse un poco. Eligió la misma mesa de siempre, la que tiene cuatro sillas. Dejó la cartera y la bolsita con la carne en el asiento de al lado y, con un gesto cortés, invitó a su entelequia a ubicarse frente a ella. La miró con cariño y le preguntó refiriéndose a los árboles añejos de Belgrano: “¿Vos crees que a estos viejitos también les duele las huesos con la humedad?”. Se quedó pensativa, preguntándose si su andar no sería tan encorvado como el de los paraísos y se propuso enderezar su marcha. - ¡Qué tal Luisa! ¿Cómo le va?... Qué raro verla por acá un lunes… - ¡Hola querida! Si, ya sé, pero me andaban doliendo las ramas y me vine a descansar un poco… - Jajaja… Debe ser la humedad, mire como tengo los pelos… ¿Le traigo un cortadito y los amarettis? - Si, por favor… - Perfecto, ya vengo… Mientras ordenaba los sobrecitos de azúcar dentro del contenedor de sobres, una mujer que caminaba por la vereda de enfrente la reconoció por la ventana y cruzó la calle en dirección al Café. Era una mujer de unos sesenta y cinco años, robusta y alegre. Llevaba un changuito repleto de verduras. Se acercó a la mesa de Luisa y la sorprendió con un saludo tan alborozado que el susto que se pegó Luisa era del nivel que produce taquicardia y libera adrenalina. - ¡¡Hooooola Luisa!! - Uffff… ¡Qué susto Marta! ¿Me querés matar vos? - Jaja… ayyy Luisita, para matarte a vos hay que hacer mucho más que asustarte… jajaja… ¿Cómo estás? ¿Qué pasó con tu hermana al final? ¿La tuvieron que operar? - Noooo, ¿vos podes creer que está embarazada? - Noooo, ¿vos me estas cargando? ¿Pero cómo puede ser? ¿Cuántos años tiene tu hermana? - Qué sé yo, Marta… mirá las cosas que me preguntás… No séééé, tendrá veinte años menos que yo… - ¡Qué bárbaro, Luisita! Me imagino cómo estará tu mamá… - No sabe nada todavía… prefiero esperar a que pasen los tres meses antes de contarle, ¿viste?... Está viejita… Tengo que cuidarle el cuore… - Siiii, ¡lo bien que haces Luisa! Che, ¿te enteraste lo que le pasó a Alfredo? Lo habían jubilado hace dos meses, y pasaba a cobrar el mínimo por ANSES… pero parece que tramitó la jubilación en Chile también… - ¿En Chile? - Siiiii, ¿no te acordas que vivieron tres años en Chile con Alicia? - Ahhhh, siiiii, claro… - Bueno, parece que le salió la jubilación en Chile también y con esa plata se van a España a conocer a su nieta. ¡¿Qué tal?! - Qué bueno, me alegro mucho por Ali... ella siempre está pensando en su nieta... Bueno Martita, me tengo que ir yendo... en cualquier momento llega Gerardo con lo chicos y me gusta estar para recibirlos. - Claro Luisita... mandale un beso enorme a tu mamá. Algún día me encantaría conocer a tu heroína. Avísame cuando esté mejor y caigo con facturas, ¿te parece? - Me encanta la idea, cuando vea que está mejor, te aviso. Chau Marta. - Chau Luisa. Me encantó verte. - A mí también. Luisa miró para ambos lados y luego cruzó la calle. Entró en el edificio con su cartera y la bolsita con la carne. Don Mario, el portero, tenía un poco más de setenta años y era oriundo de un pequeño pueblo santafesino llamado Fives Lille, que luego en 1951 fue rebautizado como Vera y Pintado. Sin embargo, él jamás aceptó el cambio de nombre ya que lo sentía como “traición a la memoria”. Fives Lille era la compañía francesa que estaba a cargo de la construcción del ferricarril en gran parte de Santa Fe. Cientos de hombres argentinos, la mayoría sin educación, le debían a Fives Lille el trabajo, la vivienda y la dignidad. Todavía hoy, Don Mario recordaba las historias de su padre, el orgullo se ese hombre, el gusto del sacrificio y el olor a grasa de sus manos. Don Mario había venido a Buenos Aires a probar suerte cuando tenía veinticinco años. Y desde entonces, vivía en aquel edificio, y lo conocía mejor que a su propio cuerpo. Conocía sus mañas, sus resabios y sus falsas escuadras. La mitad de su vida había transcurrido enredado entre caños, cables, alambres y pintura. Don Mario se había aquerenciado con tanta pasión que se creía el Sumo Pontífice en su Templo. Conocía a cada integrante de cada familia, había llorado con sus muertes, se había emocionado con sus partos, lamentado cada venta y mudanza, inclusive sentía afecto o rechazo por noviecitos pasajeros. Ese era Don Mario, el alma del edificio. Y Don Mario sentía mucho afecto por Luisa. Más que afecto, lo que sentía era ternura. Él conocía su interior completo, el de Luisa y el de su departamento en el 4 “C”. - Deje, deje, Luisa… Ud pase, yo sostengo la puerta… ¿Quiere que la ayude con la bolsita? - Ay Don Mario, muchas gracias… ¿Es mi idea, o esta puerta está cada vez más pesada? - Tiene razón Luisa, esta puerta está cada día más pesada… - Debe ser la humedad… - Seguuuro... ¿Quiere que la ayude con la bolsita? - No, Don Mario, muchas gracias… - ¿Cómo anda su mamá? - ¿Mi mama? Bien… sabe Ud que está pensando en viajar a España… - No me diga… - Si, le salió la jubilación en Chile y parece que con esos manguitos puede darse el gusto de ir a conocer a su nieta… - Peeeeero… que maravilla Luisa. Cómo me alegro… - Si, está muy contenta… imaginese… España, ni más ni menos… - Ud debería tomarse una vacaciones Luisita… - Ay, Don Mario… No es que no tenga ganas pero, ¿qué hago con mis hijos? Ellos me necesitan, yo no puedo irme. Mi vida está acá, Don Mario, en Fives Lille… Ud me entiende… - Por supuesto que sí, Luisa. Claro que la entiendo… Bueno, ahí llegó el ascensor… Si quiere, cuando llegue Gerardo con sus hijos, se los alcanzo así no tiene que bajar de nuevo… - Ay Don Mario, Ud es el último caballero vivo. Se lo agradezco mucho… Así me preparo una tacita de té y relajo la cadera que me está doliendo… es la humedad, ¿vio? Y Luisa se subió al ascensor. Don Mario se quedó mirando como se cerraba la puerta, admirado por esta mujer que era la creadora de su propia historia, absolutamente maravillado por la sencillez y la riqueza que conlleva la inocencia. Ahí se iba Luisa. Luisa y todos sus personajes. Ella quería tomar su tacita de té, algo insignificante por donde se lo mire, o tremendamente colosal. Y, mientras Don Mario meditaba en la candidez de Luisa, Gerardo le golpeó el vidrio con el puño. - Ahhh, qué tal Gerardo, ¿cómo está? - Bien, gracias Don Mario… - Déjeme a los muchachos, yo se los alcanzo a Luisa… - Muchas gracias Don Mario… hasta mañana… No hizo falta que Don Mario tocara la puerta, Luisa ya había escuchado a sus hijos por el pasillo. Abrió la puerta y los dejó pasar. - Muchas gracias, Don Mario… hasta mañana. - Hasta mañana, Luisa. Que descanse… Y mientras cerraba la puerta, tuvo que tener cuidado con Diego y Martín que se restregaban entre sus piernas, lamiéndose con intención. Como buena madre ella sabía qué era lo que querían… -Bueeeeeno, bueeeeeeno, parece que volvieron con hambre… ya les preparo la comida. Hoy les compré bifecitos… ¿Cómo les fue con Gerardo?... ¿Me cuentan?

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