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EL LEGADO DEL SOL

  • Pajas Bravas
  • 4 jun 2017
  • 11 Min. de lectura

242. EL LEGADO DEL SOL - Pero ella tenía la posibilidad de cambiar las cosas… - ¿Tan segura estás? Era el amanecer del 3 de Septiembre de 1979. El pavimento estaba húmedo y había bastante neblina sobre la avenida. El vehículo que transportaba a la una madre en pleno trabajo de parto pasó un semáforo en rojo a gran velocidad y con el único deseo de ver materializado al mayor de los milagros. Justo frente a los impasibles ojos de en aquella bocacalle observadora, en la que la ira del semáforo no intimidó ni al conductor ni a su vehículo, otra mujer a punto de dar a luz, que intentaba cruzar la calle a pie y doblada en dos por el dolor, debió ceder su prioridad una vez más. Ninguno de los dos ocupantes de aquel fugaz Peugeot 504 fue capaz de advertir siquiera el padecimiento de quien deja de erguirse, reverenciando así al padecimiento inclinándose frente a un dolor agudo. Con timidez, la calidez del sol iluminó las copas de los árboles, el auto estacionó frente a la clínica donde la pareja fue escoltada por la partera y dos enfermeras, y la otra madre y su soledad llegaban arrastrándose a la puerta de la guardia de la salita vecinal. Ese día y en ese momento nacían Victoria, Magalí y el sol. Vicky fue envuelta en toallas y lágrimas de absoluta felicidad y llevada a una salita contigua para su revisión acompañada por su padre que no podía dejar de amarla. A Magalí también la envolvieron en toallas y también fue llevada a revisión, pero nadie acompañó a esa bebita que conoció el desapego antes que cualquier otra cosa. Es que su madre había pedido anestesia a gritos, pero el doctor le había dicho medio en sorna, medio en serio: “Mamá, ¿vos crees que acá tenemos anestesia para partos naturales? Imaginate si va a haber presupuesto para anestesiarlas a Uds que tienen ocho hijos cada una… Acá dice que este es tu cuarto hijo, ¿no?… esto para vos es un trámite… Dale Mami, abrí las piernas…”. Y así recibía a su hijita, en medio de un dolor insoportable, porque Magalí venía de cola. Y ni siquiera en ese momento, en el que le cosían el tremendo desgarro que había sufrido, es que le concedieron el alivio de una anestesia local. Vicky precisó de la ayuda de una puericultora que ayudó a su madre en los primeros cuidados y en la lactancia. Aparentemente, no se agarraba bien del seno izquierdo y eso le traía mucho dolor a su mamá. Pero en menos de tres días, todo se había normalizado y Vicky fue dada de alta de la clínica. Así, vuelta a ser envuelta en mantitas y amor, sintió la calidez del sol en su rostro por primera vez. Magalí, en cambio, ya llevaba dos días en su casa. El sol le había propinado una serie de golpes certeros en el rostro el día que fue expulsada de la salita de primeros auxilios, pero la madre no lo notó. Es que la llevaba colgando de un brazo mientras soportaba el peso de un bolso y de la vida misma del otro brazo. Frunció su carita pareciéndose a la viejita sin dientes más hermosa de la Tierra, y no había nadie allí para apreciarlo. El sol pega igual sobre los naranjos, sin embargo algunos son dulces y otros amargos. Vicky era la luz de los ojos de sus padres. En cambio Magalí era un pequeño estorbo para su madre, y para su padre era la inexistencia misma ya que no estaba al tanto de su paternidad. Vivía junto a sus tres medio hermanos y a su abuela que parecía ser la única que sentía afecto por ella. Aún cuando los años debieron haber transcurrido a la misma velocidad y de igual modo para ambas, los de Magalí marcharon mucho más rápido ya que debió aprender a valerse por sus propios medios desde muy temprana edad tras el fallecimiento de su abuelita. Vicky era una niña que sobresalía en simpatía y soltura, y se destacaba en el jardín de infantes por sus dibujos coloridos y bien definidos. Magalí no conocía la diferencia entre óleo pastel y crayón, y jamás había pintado con acuarelas. Muy por el contrario, no concurría al jardín sino que permanecía en su casa todo el día, acompañada casi siempre por su soledad, y algunas pocas veces por su madre. El sol no siempre brilla de igual modo en el mismo vecindario. Vicky era la mayor de tres hermanos. Ya había concluido la primaria y vestía ropa canchera. No conocía Disney y se lo reclamaba a sus padres cada vez que podía. Le gustaba desayunar copos azucarados, y había cambiado el Nesquik por el yogurt bebible de frutillas. Los sábados practicaba hockey en el club del barrio y los domingos iba a misa con su familia. Amaba con locura el otoño, y el rojo furioso de los tres liquidámbares que crecían en el fondo de su jardín. Como un ritual anual casi religioso, su papá rastrillaba las hojas y armaba una gran montaña que luego sería la materia prima para desplegar al máximo la imaginación. Una cama matrimonial en la que se acostarían y jugarían a ser mamá y papá, una cueva de osos, una montaña muy difícil de escalar, y así pasaban las horas hasta que las hojas quedaban diseminadas nuevamente por todo el jardín. Magalí era la del medio de siete hermanos. Si bien no portaban el mismo apellido, respiraban los mismos conflictos y heredaron las mismas heridas. Había recursado dos veces primer grado, y eso había frustrado enormemente su gigantesco deseo por aprender. Era dos años mayor que sus compañeras de grado y eso era el origen de las burlas incesantes. Se sentía deformemente gigante y cargaba un pequeño sobrepeso que abultaba su abdomen y piernas, pero lo que más odiaba eran sus cachetes, enormes y llamativamente colorados. Cada mediodía, volvía caminando a su casa sabiendo que la esperaban sus tres hermanitos menores, hambrientos de amor y de comida. Más del primero que del segundo. Su madre rara vez dormía en casa, salvo los lunes y martes que generalmente regresaba escoltada por Marco, su pareja. Magalí lo odiaba. Ella sabía que su verdadero nombre era Ramón, se lo habían confesado en la escuela, pero no hacía mención de aquello ya que aún cargaba la cicatriz en el brazo de la vez que le preguntó por qué había cambiado su nombre. Al día siguiente del brutal correctivo que le propinó Marco a Magalí, su madre le pidió que no volviera a mencionar el nombre Ramón en su vida y le explicó que había pertenecido al padre de Marco quien lo había golpeado y maltratado durante toda su vida. Magalí meditaba mucho acerca de la violencia, de cómo su madre permitía ser abofeteada por Marco constantemente, de los llantos a la noche, y de la ironía de repetir y hacer propio aquello que tanto dolor le había producido de niño. Una espantosa tarde de junio, Magalí escuchó el sonido de la puerta y, creyendo que se trataba de su madre, salió a bienvenirla. Era Marco y estaba borracho. Decía cosas incoherentes y gritaba “Yegua” cada vez que algo le iluminaba la mente. Tirado en el sillón desvencijado, la vio pasar. Iba sigilosa a la cocina con un plato lleno de migas, plato que se destrozó contra el piso cuando lo dejó caer. Marco la había sorprendido por la espalda y arrastrado hacia el sillón donde la forzó a hacer cosas en contra de su voluntad, cosas que ella gravó en su mente para siempre y que aborreció por el resto de sus días. El sol ingresaba por la ventana, pero gélido e indiferente. Esa fue la última vez que vio a Marco en años. Aquella también había sido la última vez que notara la presencia del sol en su vida. Y como si fuera poca cosa, su madre también había desaparecido. Se había ido un miércoles para no regresar jamás. Magalí sentía aversión por el otoño, por lo seco, marchito y crocante de las hojas y su alma, y el sonido de un plato estrellado contra el piso le provocaba una electricidad terrorífica que le recorría de sur a norte por la espina dorsal. Una tarde de las tantas, Magalí llevaba en brazos al menor de sus hermanos cuando intentó cruzar la calle. Necesitaba verduritas para la cena y el verdulero le regalaba las sobras del día. Pero aparentemente la madre de Vicky no conocía las normas de tránsito y no priorizó a esta niña parada en la senda peatonal que debió dejar pasar su derecho como tantas veces. - Mamá, ¡¿la viste a esa chica sola en la calle?! - Si, Vicky. La vi. - Y, ¿por qué está sola? ¡¿Qué quiere hacer?! - Quiere ir a jugar. - ¡¡¿¿Pero quiere cruzar la calle sola??!! - Si Vicky, estas chiquitas no les hacen caso a sus mamás y no se cuidan tanto y... muchas veces les pasan cosas feas por querer estar solas todo el día... ¿Entendes?... Por eso con papá nos preocupamos tanto por vos... Tras el primer encuentro de Vicky y Maga, el sol comprendió que nada escapaba a la injusticia que se gestaba, ni siquiera su brillo ni su calor ni su poder. Nada. Vicky amaba la música y a su colección de perfumes. Magalí no se sentía dueña de nada, ni siquiera de sus hermanitos que le recordaban a diario: “Vos no mandás, Maga. No sos nuestra mamá”. Vicky esperaba con anhelo su cumpleaños, Magalí no. Y, a medida que aumentaban las oportunidades para Vicky, las de Magalí agonizaban. Pronto, Vicky comenzó a salir con un muchacho de la facultad un año mayor. Eran el uno para el otro, eso se decía. Magalí, en cambio, se había visto obligada a dejar el secundario el día que Marco regresó en busca de un dormidero y comida. Desde su arribo, ella debía estar siempre pronta para satisfacer los deseos de este cerdo y su relación se basaba en la más absoluta sumisión. Lo que más asco le daba eran las uñas de sus pies. Una tarde en la que ella tuvo que realizar lo que él le exigía, tuvo la desgracia de mirarle los pies y sintió arcadas. Él lo percibió y no se lo perdonó nunca. De hecho, se divertía viendo la repugnancia que sus uñas imprimían en su pequeño rostro juvenil. “Vicky, hace tiempo que quiero decirte algo y no encuentro el momento indicado. Esta mañana me levanté pensando en vos, en lo importante que sos para mí, en lo que te amo, y supe que quiero pasar el resto de mi vida a tu lado… Vicky, ¿te casarías conmigo?” “Magalí caraaaaaaaajoo, que mina inservible… ¿dónde estás? Pedazo de tarada…” Hacía tiempo ya que el sol había decidido dejar de asomar por ciertos lugares y se habían vuelto sombríos. Realmente sombríos. El milagro de la vida se hacía presente en la vida de Vicky y, por ende, en la del sol. También en la de Magalí. Porque, así como un naranjo da cosecha dulce y otro amargo, así también la cosecha de un vientre es diferente frente a otro. Porque no solo el amor da fruto, es sabido que el odio también es fecundo. Las dos lloraban, una de felicidad, la otra de aborrecimiento. El obstetra de Vicky la había mandado a hacer una batería de estudios y ecografías. Tenía que tomar ácido fólico, hierro y vitaminas. También tomaba Epidac para los vómitos, que cesaron a los tres meses como había predicho el médico. Todas las noches se aplicaba crema de caléndula en los pechos y vitamina A en la piel del vientre para evitar estrías. Y una vez por mes posaba junto a su marido en la misma posición para lograr la compilación de fotos y ver el crecimiento de su bebita, Margarita. Magalí supo odiar al milagro que crecía dentro de ella inclusive antes de su confirmación. Era el fruto de una relación de abuso y poder, de sumisión y repulsión. Todo parecía ser parte de lo mismo, de aquel desapego con el que envolvieron a Magalí el día que nació. Y el día que entendió que los movimientos que sentía en las tripas eran movimientos producidos por un ser diminuto, lo vivió como una amenaza. Sabía que mientras permaneciera dentro de ella, se iría alimentando de ella y la iría comiendo de a poco. Y una vez fuera, todo sería aún peor. El sol tuvo la intención de entibiar el vientre de Maga pero, cuando lo alcanzó con el primer rayo, éste se extinguió de inmediato. Ella era un glaciar. - Gordo, mirá como fuma esa chica... debe estar de 30 semanas como yo... que hija de pu... - Vicky... ¡¿que querés?! Son animalitos... se reproducen como conejos... En cinco años vamos a ver a ese chico en la esquina pidiendo plata, vas a ver... - Ay goooordo... Igual, si esa chica quiso ser mamá debería empezar a cuidar a su hijo desde ahora... ¿no? Que rápido se olvidan del amor que recibieron de chicas... El ultimo mes fue el más esperanzador para Vicky. El cuarto de su hija estaba listo, y el ajuar rebalsaba de paquetes y obsequios muy diversos. Maga se levantaba cada mañana deseando que todo aquello fuera una pesadilla. No había ido al medico ni una sola vez con la única esperanza de perder el embarazo o directamente morirse, cualquiera de las dos le venían bien. Pero la vida siempre sabe más. Era el amanecer del 17 de abril, la calle estaba húmeda y una cierta neblina vagaba por las calles. Vicky sabía que le había llegado el momento, Maga lo tuvo que entender de golpe. Se levantó y tomó su bolso. Vicky también. Maga salió de su casita sin dar aviso a nadie, tomó la calle hasta la intersección con la avenida, y frenó de golpe para dar paso al vehículo que transportaba a Vicky, una madre en trabajo de parto. Maga siguió andando mientras Vicky llegaba a la Clínica, donde la esperaban su médico obstetra y la partera. Maga desandó su vida mientras anduvo esas cuadras, recordó a su madre, recordó el sentimiento de desamor que sentía cuando estaba junto a ella, recordó a Marco que se había vuelto a marchar cuando notó el crío en su vientre. Recordó a sus hermanos en general, a ninguno en particular, que al volverse hombrecitos la habían maltratado tanto. Recordó también a su abuelita, el único recuerdo cálido pero muy fugaz y lejano. Lo que no podía era recordar era al calor del sol, ni a ella misma. No sabía quien era, ni que quería, ni que le pertenecía. Lo que sí sabía es que no se había sentido amada ni una sola vez en su vida. Ella no podía ser madre. No estaba bien. Esa criatura era hijo del ser que más había odiado y ciertamente tendría su rostro. Seguramente habría sido cincelado a imagen y semejanza de ese monstruo y también le exigiría sus pechos y sus labios, y tendría sus uñas y su olor. Comenzó a temblar entre contracción y contracción. Giró sobre sus pasos y caminó una cuadra por la calle principal. Cruzó la calle y se metió en la estación de servicio. - Que tal Emilio, ¿me presta las llaves del baño? - Por supuesto mi niña... esa cosa va a reventar, ¿no es cierto? - Así parece... gracias. Vicky pujaba. Maga pujaba. Y la cabecita redonda y perfecta que se asomaba era la del sol. Y luego, la hijita de Vicky. Y por último, Magalí. Ella fue la que tomó la última decisión. Al sol lo llevaban por momentos tras las nubes. La hija de Vicky fue llevada a revisión. Y Magalí esperó. Estaba asustada, fuera de sí, llena de miedos propios y ajenos. El sol se escondió por tres días. Se le hizo imposible enfrentar la situación. Sabía más de lo que decía. En en noticiero, nadie habló del sol ni mencionaron a la hija de Vicky. Absolutamente nadie. Pero todos hablaron de Magalí y de su pobre niño abandonado en el baño público. Todos. La señora de la esquina, el verdulero, Emilio el playero de la estación de servicio y una vieja que no había visto en su vida. María Laura Santillán, Luis Otero, Lapegüe y la mismísima Mirtha. Inclusive su madre. Su madre. Eso la devastó. Todos hablaron de ella con cara de asco. Todos pusieron la lupa sobre el exacto momento en que su vida colapsaba. Y Magalí colapsó. Sí. Ella colapsó. A Vicky le dieron el alta el martes. Todo había salido perfecto y la bebita rebosaba de salud. El sol la esperaba con ansias, quería acariciarla por primera vez. - Que horror lo de esta mina, ¿no? - Seeee, no le quedaba otra. Era eso o la fosa... - Que hija de pu..., abandonar a tu hijo en un baño. Hay que ser una basura de persona... - Es lo que te digo siempre, Vicky... - Si, pero cuando tuvo a su hijo en brazos, ¿cómo es que no sintió cariño, amor, apego, no sé, algo por ese bebito indefenso... - Tal vez tuvo una vida de mierd... - Pero ella tenía la posibilidad de cambiar las cosas... - ¿Tan segura estás?

 
 
 

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Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

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