232. TESTIGO DE MIS NOCHES
- Pajas Bravas
- 30 nov 2016
- 5 Min. de lectura

232. TESTIGO DE MIS NOCHES Por segunda vez volvía a mi cuarto en la penumbra de la madrugada. Un lánguido resplandor se filtraba por las ventanas e iluminaba las dos almohadas en forma de “L” invertida que aún permanecían tibias moldeando mi silueta. La luna, ese astro que es de nadie y solo mío, era la única testigo de esta procesión noctámbula. Procesión mía y de Corcho, que lucha cada noche por ser el macho alfa cuando su padre está de viaje. Entonces se pasa a mi cama cada hora u hora y media. Y yo, que lo amo tanto cuando duerme indicando con su cuerpito las doce y media, pero lo rechazo tanto cuando marca las nueve y cuarto, decido llevarlo para que gire en su cama en paz. Volvía a mi cuarto con ese gusto agridulce de ciruela inmadura, esa bendición y paliza de la maternidad que nos envuelve en felicidad y auto-conmiseración al mismo tiempo. Miraba la luna por la ventana y sentía la compañía de mi amiga. Y, de alguna forma, sentía que también yo la acompañaba a ella en su eterna labor de centinela sigilosa. Aproveché la talla de mi figura en las almohadas y volví al lecho como lo haría un espectro. Es increíble que la tortura libere tanto placer. Es la relación directamente proporcional que existe entre el incremento exponencial de la delicia de volver a la cama, a medida que las variables de la progresión de la noche y la progresión de las sucesivas levantadas también incrementan. Me zambullí al erotismo obsceno del deseo de las sábanas y las almohadas, y a la ausencia completa de más obligaciones. Pero el tesorito notó la traición y, como gusano de seda, arrastró su vida en mi colchón por tercera vez sin el menor recaudo. Al apoyar su cabecita sobre el pedacito de almohada que quedaba libre tras mi nuca, dijo una gran verdad. - Yo siempre no quiero que me lleves a mi cama. Esto me dejó pensando. Él se pasa a mi cama cuando mi marido no está. Con el dolor de cualquier marido engañado, Corcho debe sentir que su lugar es a mi lado, y al pasarse a mi cama se le devuelve el lugar que jamás debió haber perdido. Y tiene lógica. Para él, yo soy su mujer. Entonces decidí dejarlo. Pero al rato, las agujas del reloj corpóreo rotaron y sus piernitas se clavaron en mi cadera. Completamente automatizada, me arrastré hasta el borde del colchón, dejé caer mi organismo que rodó hasta el piso, me levanté con ayuda de la mesa de luz y rodeé la cama. Tenía en la mirada un poquito del enojo de Anakin Skywalker y la determinación de un samurái. Levanté a mi chiquito con dificultad y lo cargué como un novio a una novia. Pero el paquete era tan pesado que mis quejidos lo despertaron del letargo. Alzó su cabeza, me abrazó con sus bracitos y, con un pequeño saltito de nalgas, dijo: - Yo te ayudo. - ¿Qué? - Yo te ayudo a cargarme. Noté como se aferraba con fuerza a mi cuello y entendí que esa era la ayuda que me ofrecía. Lo deposité con amor en su cama y volví apesadumbrada por los pasillos de la casa. Me detuve frente a la ventana y miré con ternura a mi amiga, mi única amiga en la noche, cómplice y testigo de mis desdichas. Sentí que me habilitaba el diálogo y, desde el más genuino de los sentimientos de fraternidad, le pregunté: - ¿Qué carajo hago tan mal? Creo que ella esperaba otra cosa porque no me contestó. Ni un guiño me hizo. Yo creí que podía ser sincera, después de todo, ella estaba siendo espectadora de este calvario. Pero una cosa aprendí esa noche, que la luna es sensiblemente femenina. Agaché la cabeza y seguí mi peregrinaje meditando en mis miserias. Intentar conciliar el sueño por cuarta vez es casi tan motivador como desaprobar química cuatro veces. Uno pierde el interés. Se tomaría un café tibio sin azúcar y lo acompañaría con salchichas frías de la heladera. Desembalaría la última caja de la mudanza para leer el diario que envolvía la tetera de la abuela. Uno se vuelve tan indiferente a las bonanzas de la vida que podría prender la tele y mirar a esa chica que quiere que llamé por teléfono y diga la respuesta de la sopa de letras. Esa que se queda un rato quieta y te hipnotiza y te convence que sos el único levantado a las cuatro de la mañana, y el único perspicaz que sabe la respuesta. Y te lo crees. Y llamás. Y después pagas la factura de Movistar y pasas de perspicaz a estúpido de un sopapo. Así estaba yo. Finalmente, algo tan macizo como el peso del pecado del mundo entero se posó sobre mis párpados y ya no pude abrirlos más. Me habían herido de muerte cuatro veces con lanzas certeras y me había ido desangrando lentamente. Pero, aparentemente mi designio esa noche era el de ser mártir. Un mártir contemporáneo, es decir, no me comen los leones pero me torturan con el sueño. Cuando pensé que finalmente la voluntad de Dios era que pudiera dormir los últimos cien metros de la pista de atletismo, la revelación de mi chiquito se hizo presente por quinta vez. Quería que Alfredo Casero me pisara la cara con botines de rugby. Quería dar un oral de pensamiento científico completamente desnuda en Ciudad Universitaria. Quería agarrarme los dedos con la puerta y pegarle al borde de la mesa con el pie descalzo. Quería levantar las heces de mi perro y las del perro del vecino con la mano. Todo eso quería, y lo quería con el deseo primario. Petrificada como había quedado, no movía ni el diafragma para que Corcho no pensara que podíamos demostrarnos afecto de ningún tipo. Dejé que su respiración se serenara y volviera a dormirse. “¿Cómo lo hace?” – pensé. Es impresionante. Veinte segundos y el zombie en miniatura entra en estado zen. Entonces quise levantarlo y llevarlo a su cama por sexta vez pero lo noté calentito. A estas alturas, la resignación por un descanso reparador era tan gigante que, si me pedían que lavara el auto o que hiciera una torta galesa, me levantaba y lo hacía. Miré por la ventana y busqué condolencia en la cara de la luna. Esta vez, ella entendía y me lo hizo saber. Puse el termómetro en su axilita, esperé un tiempo prudencial y lo saqué para leerlo. Y ahí nomás, Corcho hizo otra intervención magistral: - ¿Cuántos kilómetros dio? - ¿El qué, Corcho? - Mi “febrie”. ¿Cuántos kilómetros dio? - Treinta y seis kilómetros y medio. Estás bárbaro, Corchito. No tenés fiebre, quedate tranquilo. Para no seguir con esta peregr
inación demencial, y en absoluta imperturbabilidad, lo enderecé para que, por lo menos él, siguiera durmiendo. Noté como alzó los brazos por sobre su enorme cabeza y adquirió la misma postura que su padre al dormir. Lo miré por un rato y quedé helada al ver lo enorme que está. Yo, en cambio, me di vuelta y adopté una posición fetal. Quería llorar. Quería un chupete. Una teta. Quería golpecitos en la espalda y un provechito. Es que cuando el cansancio se materializa y se solidifica, uno realmente se vuelve un niño. Literalmente quería ponerme el dedo en la boca y que alguien me cantara. Pero la única que me acompañaba era mi amiga, mi luna. A diferencia de Paez Vilaro... “Entre la luna y yo, mi hijo”.
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