230. GANADORES DE LA VIDA
- Pajas Bravas
- 15 nov 2016
- 4 Min. de lectura

Ya les conté que hace un mes me puse la primera remerita con tiritas del verano. Y también les conté que fue como envasar un pollo al vacío. De ahí, me fui directo a una casa de deportes y me compré una calza, porque soy una ferviente creyente del poder que tiene el disfraz. Ayer, salí a “camirrer” por el hipódromo. Me bajé del auto de un saltito petulante, absolutamente vacío de contenido y propósito. Algunas reacciones del disfraz son así. Las denomino: efectos colaterales producto de la ficción propia de endorfinas inexistentes. Cerré el auto con palpitaciones. No sabía si eran causadas por la excitación o por el saltito. Crucé la Avda. Unidad Nacional metiendo panza y enderezando la espalda. Busqué admiración en la mirada del conductor que me dejó pasar y camaradería en un corredor que venía hacía mí a toda velocidad. Es que así como les digo que soy una persona muy tímida, debo confesar que tengo un amor propio más enorme que Trump. Y además, me devora el personaje del disfraz. Salí caminando para el lado de Av. Centenario. Siempre poniendo metas para no volver más tétrico el momento, tipo: “Tengo que alcanzar a esa mujer” o “No tengo que dejar que el de atrás me pase”. Y así, una cosa lleva a la otra, y sin que uno lo quiera, nos fuimos convirtiendo todos en atletas competitivos. No recuerdo bien como fue, o qué fue lo que me llevó a dar el próximo paso, pero casi de manera inconsciente mi caminata se convirtió en un trote. Fue casi inédito para mis piernas. Y todo yo era un divague. Tenía la rigidez del malo de Terminator, y respiraba con dos inhalaciones muy sonoras por la nariz, y dos exhalaciones de vida por la boca. El color de mi cara era carmesí. Muchas zonas sufrían un doble rebote con cada impacto del pie sobre la tierra: el pecho, la panza, la cola, el cinturón cósmico y los jamones de las piernas y de los brazos. Pero lo realmente llamativo eran los cachetes (¡de la cara!). Cada uno podía rebotar hasta cuatro veces por impacto, de tal manera que, no habiéndose estabilizado el cachete derecho, comenzaba la sacudida del izquierdo, produciendo así una ida y venida de epidermis sobrante en la zona de la barbilla muy similar al efecto de las olas entrantes y salientes de la costa. Ya en ritmo, puse el primer objetivo de fondista: "Tengo que llegar al semáforo". Se ve que fue muy ambicioso el objetivo, porque no llegué ni a la esquina que estaba a veinte metros. Tuve que detenerme porque "literalmente" me estaba muriendo. Fue tan ridícula la distancia que preferí no levantar la mirada. Seguí caminando un tramo más, y luego decidí darme una segunda oportunidad. Esta vez puse una meta alcanzable, un cartel de Adolfito Cambiaso (tonta, me dicen). Troté hasta Adol, y cuando estaba llegando sentí bufar detrás de mí a unas cuantas narices. Como les decía, tengo tanto amor propio que seguí corriendo al límite de mis posibilidades. Por supuesto que me alcanzaron esos cuatro hombres, y que me pasaron, pero no se las hice nada fácil. En la recta final decidí echarme el último pique. Tuve un timing increíble ya que en el momento en el que alcanzaba el objetivo que me había propuesto, una masa compacta de vehículos avanzaba en dirección hacia mí, y de nuevo ese enorme amor propio. Suponiendo que todos me estarían contemplando, mejoré mi postura, levanté más las piernas y corrí como una verdadera corredora. Era la keniata del hipódromo. Siempre con la cabeza en alto, la mirada hacia el infinito, el ceño fruncido como compenetrada con el tiempo que estaba haciendo, nunca miré a través de los vidrios de aquellos autos para no salirme del "acting". Le rogué a Dios que hiriera de muerte al semáforo y que la audiencia desapareciera para que pudiera frenar y respirar. Y así fue, los autos se marcharon y yo tuve el deseo ardiente por tirarme al piso y llorar. Solo frené y ahogué el llanto con el orgullo. Debo decir que Dios obra en mi vida de las maneras más misteriosas. Juro que soy simplemente un actor de reparto en todas las obras de teatro que Él monta todos los días, y me lo hace saber a diario con un soplo en forma de abofeteada en la nuca. A estas alturas, me faltaban quinientos metros para terminar de dar la vuelta entera. Caminaba absolutamente deshecha pero feliz por mi "performance". Y justo cuando me iba a creer mil, un hombre me pasó por la izquierda. Tendría unos cincuenta años, poco pelo, y era rengo. Muy rengo. Tenía algún tipo de deformidad en las piernas causadas por vaya a saber que designio heredado o congénito, o por alguna enfermedad mal parida. Corría con una enorme dificultad. Me quedé en pausa, mirando pasmada a este extraordinario señor que me producía un respeto abismal. Una admiración tan orgánica que el cuerpo lo materializó en piel de gallina. Mientras yo hacía el ridículo, este ganador corría con las ganas que solo tiene quien es un agradecido de la vida. A los pocos metros se cruzó con alguien que lo saludó. - Hola Mario, ¿Cómo anda eso? - ¡Hola! Hoy duele menos que de costumbre, gracias a Dios... - ¡Qué alegría Marito! Nos vemos mañana... En absoluto silencio crucé la Avda Unidad Nacional. Ofrendé mi andar como homenaje vivo a todos los que no pueden hacerlo. Me subí al auto sin prepotencia, sino muy por el contrario, con la mayor de las humildades. Prendí el motor, apagué la radio y rumbeé para mis pagos agradecida por todo lo que tengo y no valoro realmente...
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