229. ITALIA - TOSCANA, ASÍS & ROMA
- Pajas Bravas
- 7 nov 2016
- 6 Min. de lectura

- ¿Qué les pasa? No lo puedo entender. Están mal de la cabeza… - Bueeeno gorda, tranquilízate. No sos dueña de la verdad. - Noooo, pero decime si en esto no tengo razón. ¿Por qué no bajan esa porquería y se dedican a mirar el paisaje con los ojos? ¿Cuál es el sentido de venirse hasta acá y andar filmando y mirando todo a través de la tablet? Para eso que se queden en sus casas y busquen un buen documental en Film and Arts… Así andaba por las calles de la Toscana, con el ceño fruncido. Es que estaba indignada, y a decir verdad, lo sigo estando. Ya me habían llamado la atención en Venecia, y luego en Florencia. Un conjunto de tablets y celulares gigantes, enaltecidos y orgullosos, vagando por las ciudades italianas con más preponderancia que la de sus propios dueños. Yo creo que la gente está perdiendo el juicio. ¿Me creen si les digo que todos iban sentados en las góndolas de Venecia con esos enormes aparatos delante de sus narices mirando todo a través de la pantalla? No eran capaces de levantar la vista ni un poquito. ¿Y luego qué? Me los imagino orgullosos llegando a sus casas y pasando la información a una televisión gigante y volviendo a ver lo mismo pero más grande. Y nosotros, los que contemplamos el horizonte a través de nuestros ojos (una cosa arcaica aparentemente), teníamos que tener cuidado de andar esquivando a estos aparatos. Y con aparatos me refiero a los seres humanos, no a sus “gadgets”. Buehh, yo y mi amor por este mundo tecnológico… En fin, yo sí me metí la Toscana por los ojos y guardé las imágenes en mi retina. Y saboreé todos los salames con trufas y todos los vinos rossos del Chianti. Y escuché en el silencio de los pueblos amurallados, los gritos desgarradores de batallas milenarias y el sonido chirriante del metal. Y olfateé la piedra caliente, el pasto mojado, la sangre desparramada, el aceite hirviendo, el heno, la bosta, y el miedo. Y sentí el viento de la historia en la piel. Ellos contra aquellos y todos contra todos. Los etruscos, los latinos, los güelfos, los gibelinos, los bizantinos, los francos, todos y nadie, los eternos rivales. Los nobles contra el pueblo. Rómulo y Remo a favor de Siena, y todos contra Florencia. La peste contra todos y todos la vieron negra. Florencia a favor de los Medici, los Medici a favor del arte y la religión. La religión a favor pero también en contra de la política. La política a favor de sí misma. Y en todo, Roma. Bajo mi paragüitas gondolero recorrimos Lucca, Volterra, Monteriggioni, Montepulciano, Pienza, Montefioralle, San Gimignano, y por supuesto, Siena. Todo bajo agua. Dicen que hay tierra fértil bajo el sol de la Toscana. Que los colores serían un mix de verdes y amarillos, y azul Francia en el cielo. Que hay varias cadenitas de montañas con caminitos que se arrastran serpenteantes y que orlan el paisaje. Parece que cada tanto emerge del polvo algún castillito o fortificación más antigua que el mismísimo Cristo; y que los viñedos, y los animalitos rurales son adornos que realzan la campiña. Eso dicen. Mi Toscana no era ni verde ni azul, era gris y blanca. Si la lluvia era intensa, veíamos hasta la primera colina. A medida que menguaba, descubríamos la vasta cantidad de ondulaciones y sus castillos. Sin embargo, y a pesar de parecer fastidiada con el clima que nos tocó, a la vida en la Edad Media la imagino así, mojada y gris. Los adoquines y las piedras resbaladizas, las polleras largas embarradas, las carrozas arrastradas por enormes bueyes sucios, la calzada inmunda, y entrar a las ciudades amuralladas de esta manera le daba un toque de bruta realidad. De la Toscana nos fuimos a Asís. ¿Qué decir? Nada. No me siento digna de describir Asís. Lo que me animo a decir es que fue el lugar más encantador de todos los que conocimos. Desde el minuto cero, sentimos una emoción muy particular. La sencillez de Francisco y la femineidad de Clara, en cada paloma blanca, en cada árbol de olivo, en cada monjita octogenaria. De golpe me pareció absurdo que, tras siglos de pontificado, recién en esta década un Sacerdote Jesuita siente las bases para trabajar en pos de la inclusión cristiana. Tantos años debieron pasar para que un Papa opte por una iglesia pobre y para los pobres, que en honor a Francisco de Asís escoja su nombre y diga que lo hace porque se inspira en su pobreza, su humildad, su amor y su paz. Aplaudo de pie, y no soy católica. Finalmente, y como nunca, Roma. El contraste entre los pueblos que veníamos conociendo, limpios, armónicos, ordenados, con el cambalache que es Roma, es abismal. Roma es caótica, ruidosa y colosal. Pero Roma es única. Es Roma. No sé si soy clara... Roma es Roma. Queda absuelta y libre de toda culpa y cargo. ¿Por qué? Porque es Roma. Qué sé yo... Ella estuvo antes que el mundo mismo. Cuando Dios creó a Adán, en Roma ya se bañaban en aguas verdes traídas desde las termas del inicio del mundo a través de antiquísimos acueductos que, aún hoy, siguen funcionando. Cada esquina es del mil setecientos cincuenta mil antes de Cristo, y debajo de la calzada, hay una tumba o un baño que es inclusive dos milenios más antiguo. Y el Imperio Romano, buehhh, claramente la mejor partida de TEG de todos los siglos. El primer día fuimos a conocer el Coliseo, el Foro Romano y el Palatino. Monumentos que se alzan omnipotentes a través del tiempo y el espacio, engrandeciendo y ensalzando a Césares, mártires, gladiadores y animales. Años de inmensa crueldad, de atrocidades y excesos, en donde los vítores y risas de la audiencia eran más importantes que el padecimiento en la Arena. Tengo una anécdota en Roma que, cuando sucedió, dije: “Esto es para Pajas Bravas”: De nuevo con mi temita de esfínteres, fui obligada a entrar a un restaurante. El calor dilata, y yo era una vergüenza hinchada. Un mozo venía directo hacia mí y apuré el paso. Giré al pasar una mesa y levanté la mano y saludé a nadie interpretando el papel de la mujer que llega tarde y, con una pantomima de primerísimo nivel, dejé entrever que lamentaba el retraso. Esto permitió que detectara la zona de los excusados. Me abalancé hacia los baños suponiendo que me seguían. Estaba oscuro y no quería levantar el avispero asique entré como venía. Cerré la puerta y sofoqué la adrenalina de una apnea. Busqué la traba de la puerta, pero no tenía. El inodoro estaba demasiado lejos y no podría sostenerla si alguien entrara de sopetón. Pero, pensar en esto me hacía sentir paranoica. Ya en mi sitio, haciendo fuerza con las piernas para sostener el equilibrio de mi estructura, me vi obligada a levantarme de un salto. Un señor muy campante abrió la puerta y se pegó el susto de su vida cuando una criatura a medio vestir se le lanzó como un lince. En un perfecto italiano le grité: “EHHHHHHH ¿QUÉ HACES?”. El tipo retrocedió y en defensa propia me replicó: “E il bagno degli uomini”. ¡La pucha! Era el baño de hombres. Tenía el corazón en la boca, y el pantalón enrollado en las rodillas. Volví a mi posición original pensando en la vida, en el diseño, en lo absurdo de tener que ir al baño a hacer pipi, en lo poca cosa que somos. Las voces de dos hombres tras la puerta me ponían histérica y el desenlace del tema en cuestión se iba complicando. Finalmente las voces se silenciaron y la cosa se consumó. Yo me erguí nuevamente y me acomodé. Pero antes de salir, tiré de una cuerda roja que colgaba de la pared creyendo que era la cadena. Un intenso sonido estridente comenzó a taladrar desde el interior del baño, pasando por todo el restaurante y saliendo por la puerta hacia el exterior. Era una alarma, claramente señalizada con la palabra “ALARM SYSTEM”. Salí del baño arando, no sin antes toparme con la cara del hombre que seguía esperando tras la puerta y, con las manos en forma de plegaria le pedí perdón. Salí del manicomio pensando "nada más puede pasarme", y ahí nomas, me caí. Esa fue la última vez que mi marido me obligó a ir al baño... El segundo día en Roma, y el último en Italia, fuimos a conocer el Vaticano. Un aluvión de innumerables feligreses que andaban “sin documento, porque traían el acento, de Córdoba Capital”, nos rodearon en la Plaza San Pedro. Era como estar en casa. Marta, Pedro, Sandra, Julio, Elsa, Carolina, Gabriel, por allá, por acá, arriba en la cúpula, abajo en la Necrópolis, dentro de los museos o de la Basílica, por todos lados, cordobeses. Es que tuvimos la enorme bendición (sin saberlo hasta ese momento) de estar presentes para el fin de semana de la Canonización del Cura Brochero y pudimos presenciar la Misa de Acción de Gracias. Fue absolutamente conmovedor. La Basílica de San Pedro se tiñó de blanco y celeste, y así la historia cuenta que fuimos los argentinos los que finalmente terminamos invadiendo Roma. ¿Qué tal? ¡No te la veías venir, Julio César Octavio Augusto, ¡¿eh?! Fine della storia.
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