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228. ITALIA - CINQUE TERRE

  • Pajas Bravas
  • 1 nov 2016
  • 5 Min. de lectura

Eran las 17:00 hs en Florencia y estábamos en la terminal de trenes esperando el nuestro con destino a La Spezia. Había decidido ahorrar algunos euros, y en vez de sacar pasajes en el tren de alta velocidad, saqué en el común y corriente. Súper común y súper corriente. La noche fue tiñendo todo en tonos azules mientras el tren iba recorriendo campos ondulantes. La gente descendía del tren, y mi marido, las tres valijas, el cuchillo enigmático, el paraguas gondolero (que era mucho más feo de lo que lo recordaba) y yo, seguíamos sentados en los asientos de plástico. Cuando el último pasajero de nuestro vagón bajó, sentí la necesidad de expresar mi preocupación: - Che, ¿estaremos bien? Estábamos bien, pero el tren quedó vacío delante de nuestras narices y las estaciones eran cada vez más descampadas. Así fue como llegamos finalmente a La Spezia, una ciudad marítima cercana al límite con Francia. Caminamos arrastrando las valijas hasta el hotel y nos fuimos a dormir agotados. La Spezia no es muy bonito, sobre todo si lo comparamos con Florencia, pero es el punto más cercano para llegar a Cinque Terre (Cinco Tierras). Estas cinco tierras son pueblitos que crecieron como hongos sobre los acantilados, cada casa como pudo, tan incoherente como el declive de la montaña y las calles descienden hasta mojar sus enaguas en las tranquilas aguas del Mediterráneo. Cada casita está pintada de un color diferente, y la combinación es absolutamente maravillosa. Mi familia paterna proviene de Cinque Terre, exactamente de la quinta tierra llamada Monterosso al Mare. El día que me senté a planificar el viaje, tuve la curiosidad por conocer mis orígenes, aunque no tenía idea la emoción que sentiría el día que pusiera pie en esas playas. Como buena obsesiva compulsiva que soy, planifiqué el viaje al detalle, y había leído que la mejor manera de conocer estas cinco tierras era llegando a través del mar. Claro, siempre y cuando las condiciones meteorológicas fueran benignas, pero se ve que omitieron ese detalle. Cada veinte minutos sale un barco desde La Spezia y te lleva a cada uno de estos pueblos. Uno puede bajarse y subirse todas las veces que lo desee… o que la tempestad lo permita. Y así fue. Nos levantamos a la mañana siguiente y rumbeamos para el lado del puerto. De más está decir que la lluvia ya formaba parte del viaje. Y mi paraguas gondolero, de colores estridentes y cañitos oxidados, luchaba por su vida cada vez que un ciclón se metía entre su cuerpito y su misión. Pagamos el ticket y subimos a la embarcación. El barco tiene unas cuantas filas de asientos en su interior, y la misma cantidad de asientos en la parte de arriba que van al descubierto. Yo seguía angustiada protegiendo un alisado frizzado que tenía los minutos contados. Quisimos conseguir asiento adentro, pero por supuesto estaba completo asique nos quedamos parados como pudimos en medio de un tumulto de personas de las más variadas nacionalidades. La lluvia se convirtió en tempestad, la tranquilidad del mar en agitación, el aire puro en viciado y lo poco que podíamos ver a través de las ventanas se fue cubriendo de gotitas diminutas de transpiración ajena, o calor humano, o bolitas microscópicas de saliva, o la conjunción de todo. Justo antes de sentir la claustrofobia, el asco y el fastidio, el agua se filtró por el techo y amenazaba con enrularme el pelo. Me solté de los pasamanos para proteger la cabellera y noté la mirada de mi marido. Giré hipnotizada y fue como la necesidad absoluta de estallar y soltar el recato y de manera completamente indecorosa nos echamos a reír como dos lunáticos. La situación era extremadamente ridícula. Nadie, en su sano juicio, hubiera subido a este colectivo acuático de la tortura. Llegamos a la primera tierra, Riomaggiore, e inmediatamente tomamos otra pésima decisión. Nos bajamos. Llovía con odio desde el cielo a la Tierra. Yo corría pensando en Leo Paparella, y mi marido rengueaba pensando en Jorge Batista. Nos metimos en la primera cafetería que encontramos, idea que parece, compartimos con los ciento cincuenta millones de turistas. Metiditos al fondo, empapados, pedimos dos cafés. Estábamos acorralados dentro de esta madriguera pensando nuestra próxima movida. - Dale gorda, salgamos. Esto es ridículo. - ¿Te parece? - Si. Compremos dos pilotos y disfrutemos de esta bosta. Los mismos que venden pequeños ventiladores individuales en la temporada de seca, son los mismos que ahora estaban parados cada diez metros vendiendo paraguas y pilotos… bahhh, pilotos… jaja, es una manera de decir. Pagamos diez euros y nos dieron dos bolsitas que contenían los pilotos. ¡Pilotos… jaja! Así recorríamos, mi marido y yo, los hermosos pasajes de Riomaggiore. Con gran estilo, los dos metidos dentro de dos enormes bolsas de consorcio verdes que nos cubrían casi por completo, andábamos tomados de la mano. Dos enormes bolsas de dormir subiendo y bajando callecitas, esquivando a los chinos y sus tablets. Sobre mi cabeza, otra bolsa abrigaba y protegía la poca epidermis y pelos que no entraba dentro de la bolsa verde, y coronando esta enorme y ridícula bolsa gigante que era yo, mi espantoso amigo, el gondolero. ¡El cuadro era toda una pintura! - Gorda, ¿qué carajo estamos haciendo? Me querés decir… - Ni idea, pensé que vos querías seguir paseando. - ¿¿Paseando?? Jaja ¿Qué es lo que estamos tratando de hacer? ¿Demostrarle al mundo que nada nos frena? Nos subimos al próximo colectivo acuático, seguimos el recorrido aplastados como vacas, y solamente decidimos bajar en la última tierra, mí querido Monterosso al Mare. Bajamos corriendo del barco para evitar más mojaduras. Todo el mundo estaba igual. Lo más inteligente era meterse en un restaurante y esperar (desear) una mejoría en el clima. Y así fue. La furia del clima se calmó por un rato y nos dio la posibilidad de sacarnos las bolsas Asurín del cuerpo y recuperar la silueta. Ahora sí, éramos dos humanos caminando por la tierra de mis antepasados. Fuimos al cementerio y encontramos que la mitad de las tumbas eran de los Grasso y de los Gando. A mi bisabuelo Grasso no lo conocí pero tuve la fortuna de conocer a mis cuatro bisabuelas, y tengo varios recuerdos de Brigi Gando. Algo dentro de mí se movilizó. Miré alrededor, miré la costa, las rocas, el mar turquesa, las casitas, y pude imaginar a mi bisabuela remojando sus talones en estas playas paradisíacas, y también imaginé a mi bisabuelo mirándola de lejos. Me emocioné pensando en ellos, en mí, en la vida. En que no importa los años que pasen, o lo profunda que haya sido nuestra vida para quienes nos preceden, siempre habrá en algún lugar y tiempo alguna bisnieta que buscará su origen y recordará con enorme nostalgia la vida de sus antepasados. Dos líneas milimétricas de añoranza en forma de lágrimas resaltaron el borde de mis ojos. Algo de ese lugar me pertenecía, y también, algo de mí era deuda. Es que cuando las raíces asoman, la historia nuestra se revela, cuando el génesis de quienes somos se manifiesta, no hay tormenta ni vendaval más intensa y penetrante que la que sucede dentro nuestro.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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