226. IMPROBABILIDADES
- Pajas Bravas
- 24 oct 2016
- 5 Min. de lectura

Miraba mi bolsito pequeño de cuerina blanco donde llevaba cosas más importantes que la vida misma: el pasaporte, la plata y las tarjetas de crédito. Todo lo más vital del mundo en un pequeño bolsito blanco. - Próóximooo. - Qué taaaaal. ¿Cómo estás? - Bien. Pasaporte por favor. - Si, perá que lo tengo en este bolsito… La partida de casa había sido una verdadera amputación afectiva a corazón abierto. Mi marido me esperaba en Europa y así me iba sola, yo y mi medio corazón, en un remise a Ezeiza. Había intentado convencer al del medio que doce días parecía más de lo que era y le hablé de la Teoría de la Relatividad. En un abrazo unidireccional, había pretendido correr con amor los codos del mayor que, colocados en forma de tope, reprimían mis ganas de devolverlo al marsupio. Esta rigidez adolescente me hizo reflexionar y notar que a los ingenieros les ha costado años llegar a la conclusión de que la resistencia del concreto nuevo debe ser mayor que el del muro existente… y acá mi hijo, siempre supo y me lo enseña a diario. Y finalmente a Corcho, mi Corchito, lo había dejado disfrazado de indiecito listo para su acto que era esa misma noche, y yo no iba a estar presente… Así fue como me subí al auto. Aclaro que no viajo seguido, y la única vez que lo hice sola, fue para el infarto. Había llegado a Barajas a las dos de la mañana en condición de “pasajero en tránsito” ya que mi destino final era Escocia y, siguiendo a un grupo de argentinos, me salí del aeropuerto. De golpe me encontraba mirando las estrellas españolas, y los taxis españoles, y la gente española fumando, y pensé que me iba a quedar varada en la terminal de Madrid para siempre. Lloré a moco tendido, en español y en catalán. Pero lloré con sonido de hocico obstruido, con el desenfreno de un recién nacido. Y recé mucho, muchísimo, hasta que la Providencia me calmó y pude seguir mi viaje. Por tal motivo, con esta sinopsis en mi haber, se imaginarán que me pasé el viaje de hora y media a Ezeiza revisando cada recoveco en mi cabeza. Y todo se resumía en un pequeño bolsito blanco, vital y necesario. - Acá está… jaja… no mires mi foto, te juro que soy yo… jaja… no sé qué le pasó a mi cara ese día, deberían estar prohibidas las fotos 4x4… jaja… Ya me excusé con Uds varias veces por este patético patrón verborrágico que heredé de mi madre (¡es un chiste, Ma!), por lo tanto, no quiero caer en la redundancia. El tipo miró mi pasaporte, levantó la vista para comprobar que la de la cara de salame de la foto era la excitada que tenía en frente, y me pidió que subiera la valija a la balanza. Cuando todo esto hubo finalizado, tomé mi pasaporte y me dirigí a la puerta de migraciones. Pero llegando recordé que no había preguntado nada acerca del asiento, asique volví sobre mis pasos. Caminé unos cuantos metros hasta llegar nuevamente al check in. Un gigantesco “no entiendo nada” me corrió por la espalda al tiempo que intentaba razonar lo que mis ojos veían y mi cabeza negaba. Un hermoso bolsito blanco, absolutamente abierto, herido y tendido sobre el escritorio, mostraba a través del tajo del cierre las viseras más escalofriantes de todas: toda los billetitos para el viaje, y las tarjetitas de crédito. Y yo me iba arrimando lentamente, intentando acercarme sin asustarlo para capturarlo nuevamente y que la magia del viaje no se muera desangrado. Así fue, como en un abrir y cerrar de ojos, tuve frente a mí la posibilidad de terminar mi viaje justo antes de que comenzara. Con un estupendo temblor esperable en las rodillas, y el bolsito blanco inmovilizado entre mis manos, decidí arrojar nuevamente mis dados y volver a empezar. Estaba aterrada de que algo malo sucediera. Con esta leve tensión en el estómago me presenté en migraciones. - Señora, responda sí o no a las siguientes preguntas… - Ok - ¿Transporta líquidos? - No - ¿Explosivos? - No - ¿Elementos punzantes y/o cortantes ? - No - ¿Dejó solo su equipaje en algún momento? - No Aliviada, descalza y con el juramento de lealtad al equipaje de mano hecho, pasé por el detector de metales. Todo perfecto. Todo perfecto. Todo perfecto, hasta que los dados del destino cayeron nuevamente de cara a un porvenir shakespereano. Por esas cosas de mandinga, sentí peso en uno de los bolsillos de mi campera que, hasta ese entonces, no había percibido. Metí la mano. Era un objeto raro que saqué sin el menor de los disimulos. Una cosa fría y filosa. Es que algunos llevan monedas, o llaves, o inclusive sobrecitos de mayonesa, pero yo tenía cuchillo. Sin saberlo estaba transportando conmigo un cuchillo. Naaaaada, un cuchillo en el aeropuerto. ¡Juro que llevaba un cuchillo! Nada más peligroso. Nada más absurdo. Así arranqué mi viaje. Entre sobresaltos y adrenalina, pensé en las probabilidades. Las había estudiado en la facultad y era buena haciéndolas. La probabilidad de que las cosas se siguieran complicando teniendo en cuenta la tendencia, mi estado de ánimo, mi predisposición al desastre, mi torpeza, sinceramente, eran altísimas… Sin embargo, las contingencias de esta jornada tiraban las probabilidades más incoherentes. En la diaria, la probabilidad de olvidar mi billetera en la línea de cajas de Carrefour, es bajísima. Ahora, dejar olvidado el bolsito blanco con toda mi vida dentro en el check in, era alta. La probabilidad de que suene el detector de metales por culpa de un par de perlitas, podría ser alta. Sin embargo, esa noche la probabilidad de que el detector de metales se escandalice frente al peligro de un arma blanca, en este caso fue nula. La probabilidad de transportar un cuchillo en mi campera cualquier día de la semana, es casi absoluta y ridículamente nula. Ahora, llevar un cuchillo en el bolsillo de la campera al aeropuerto, mentir en el juramento frente a la seguridad aeroportuaria y atravesar migraciones con el objeto cortante y/o punzante, esa noche fue total. Por eso, como todo estaba patas para arriba, decidí dejar de pensar en las probabilidades y flotar. Simplemente dejarme flotar junto a los vientos, los caminos y los arroyos, porque yo nací en un tiempo equivocado. Debí haber nacido antes que Franklin y su estúpido descubrimiento. Por eso decidí dejarme flotar y que mi marido se haga cargo de la plata, el piloto pilotee el avión, que el Sr. de la seguridad aeroportuaria siga desfilando su semblante malo y desconfiado, que el cuchillo unte manteca y que a mí me dejen de fastidiar. Ya les contaré por donde anduve y algunos pequeños pormenores que no puedo llevarme a la tumba. Cada vez que algo extremadamente ridículo me pasaba, le decía a mi marido: “¡Esto es para Pajas!”. Las/os extrañé tanto, tanto…!!!
Comments