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216. ESVCLAVOS

  • Pajas Bravas
  • 30 jun 2016
  • 4 Min. de lectura

- Ay nena, no te encontraba por ningún lado. - Qué raro. ¿Pero dónde me buscaste? - En tu celular. Todo el día. - Ahhh, es que no estoy en mi celular. Generalmente estoy en espacios más amplios. No sé, tipo la cocina, o en el baño, o en mi cuarto… - Que boba… no sé para qué cazzo tenés celular… - Yo tampoco. Extraño los tiempos pasados. Los extraño muchísimo. No me acostumbro (y me niego a hacerlo) a esta dependencia a la que nos estamos sometiendo y que nos vuelve esclavos de nuestra propia creación. En aquellos tiempos, en los que el “aquí y ahora” no eran tan literales, las personas debían ser más organizadas y comprometidas. - ¿Qué haces al mediodía? - No tengo planes, ¿queres que nos juntemos? - Dale. Nos encontramos a las 12:15 hs en el Fuddruckers de Unicenter. - Perfecto. Ya quedamos, ¿eh? Nos vemos ahí. Y podían demorarse un poco, pero lo que ocurría en aquel lugar a la hora estipulada era mágico: las personas se encontraban. Dos invitados de lujo a esa fiesta del descubrimiento, un par de sillas y, sobre la mesa: platos, cubiertos, sobrecitos de sal, posiblemente de pimienta también, servilletas y, lo más parecido al insolente celular, podría haber sido el cenicero. Todo era perfecto para celebrar “El Momento” y ofrendar “La Charla” como cosa sagrada. Cuando yo era chica, la gente aprovechaba los veintitrés segundos del semáforo en rojo para mirar por la ventana. Siempre había algo para mirar, una señora mayor cruzando la calle, un gato lamiéndose en la vereda, el conductor del auto de al lado jugando con su nariz. Ni hablar de darse vuelta para contemplar al hijo que jugaba imprudentemente en la luneta, o comentarle algo al acompañante. Todas estas cosas pasaban en veintitrés segundos. Increíble. Cuando yo era chica, al cumpleañero se lo visitaba o se lo llamaba por teléfono. Y si nada de esto era posible, había que ser muy organizado con los tiempos y anticipar la carta en el correo para que le llegue cerca de la fecha. Al cumpleañero se le dedicaba más que un despreciativo mensaje por whatsapp, cumplidor pero esquivo y huraño. No me acuerdo de haberme aburrido tanto de chica. De hecho, no recuerdo haberme aburrido. Siempre había algo para hacer. Parece que eso no ocurre hoy día. No sé por qué, pero se ve que no hay nada para hacer. Por lo menos, eso dicen mis hijos. Sin embargo, cuando los veo hipnotizados con los estúpidos dispositivos electrónicos, “ESO” (según ellos) es hacer algo. He visto la trasformación en sus rostros, una expresión bovina perdida en desiertos de extensiones infinitas. He sido testigo de cómo este extravío mental les hace perder por completo el sentido del juicio y del tiempo. - ¿¿SEGUÍS CONECTADO A ESA PORQUERÍAAAA?? Te dije que a las siete te sentaras a estudiar. - Si no son las siete… - ¿¿Me estás cargando?? Son las ocho y cuarto. ¿Será posible, che? ¡¡Me fui hace más de dos horas al supermercado, carancho!! De niña fui a decenas de campamentos y pijamas parties, y lograba conexiones que ninguna banda ancha brinda en la actualidad. Éramos mis amigas, la bolsa de dormir, el bolso, una linterna, una lupa y yo. Para juntar ramitas y piedras, o jugar a la escondida de noche, no era necesario el celular. Y hoy en día tampoco. Al contrario, yo postulo que el celular desconecta a las personas. Mi hijo fue de campamento y no llevó celular. Fue uno de los pocos que no lo había llevado. Era un campamento, liso y llano. En El Palmar, con toda la belleza de Entre Ríos, ¿para qué “necesitan” los chicos llevar un celular? Todavía no he dado con la respuesta. ¿Peco de necia? Muchos pensarán que sí. Pero a mí, la vida me atraviesa. La siento, me calienta, me envuelve, la amo. Y claramente el celular me la quita, la enfría y la opaca. Cada vez que me choco de frente con la insolencia de un celular y del vasallo que lo sostiene, agradezco la bendición de haber nacido antes y no en los tiempos que corren. Tengo la enorme fortuna de haber vivido y de haber sido vivida por quienes me rodeaban a través de los sentidos y no a través de las “instantáneas” subidas a redes sociales o guardadas en discos rígidos. No tuve que repetir la monigoteada para que alguien la grabara en algún dispositivo, ni tuve que esperar a que mi madre terminara de escribirle al grupo de mamis la genialidad que había preguntado para recibir la respuesta. Tampoco tuve que imaginar el orgullo en el rostro de mis padres tapado por el celular cada vez que daba mis primeros pasos, porque no había nada entre mi cuerpito y el de ellos. Cuando yo era chica, la vida se olfateaba, se contemplaba, se tocaba, se degustaba y se escuchaba. La vida era una paleta lenta llena de pinturas brillantes, no de veloces pixeles inanimados. Cuando yo era chica, la vida se vivía y era exquisita.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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