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212. DEMENCIA

  • Pajas Bravas
  • 24 may 2016
  • 4 Min. de lectura

Según mi hijo mayor, los domingos me vuelven depresiva. Dice que tiendo a dar por terminado el fin de semana ya desde el desayuno. Que quemo las tostadas. Que le hablo del colegio y de las tareas. Que meto ropa en el lavarropas. Y que levanto el tono de voz. Mi hijo del medio no nota cambios, o por lo menos, no me lo hace saber. Según Corcho, los domingos son más aburridos porque so...n más siesteros. Ahora, el más contundente a la hora de catalogarme los domingos es mi marido. - Uy gorda, pará un minuto. Te agarra el TOC de los domingos y te pones insoportable. Les traduzco. Lo que el amor de mi vida quiere decir es que los domingos me volverían una obsesiva compulsiva por la limpieza. Eso es lo que él estaría afirmando, cosa que yo objeto, refuto y desmiento categóricamente. Admito que cebar el mate con los guantes naranjas de cocina puestos no sería lo más apropiado, así como tampoco poner en funcionamiento una producción en cadena de un lave-rap a escalas industriales, con lavando, colgando, secando y planchando, todo casi en simultáneo. Eso, claramente, no colaboraría con mi alegato de defensa. Pero las cosas hay que hacerlas, y alguien tiene que hacerlas. Por supuesto que los vidrios podrían esperar, y que la aspiradora podría argumentar que el domingo es el día del Señor, pero es solamente una aspiradora y no habla. Bueno, este domingo, en medio de este absurdo comportamiento espiral, fui protagonista de una escena memorable de la película “Kill Bill”. Mi amor, ese que afirma que padezco un trastorno, se había ido a Luján con sus hermanos. En casa, además de YO (la histérica que limpia), estaban el mayor que declara que soy una depresiva, y el más chico, que dice que duermo siestas. No era un domingo más, era uno de esos en donde hay que dinamitar la casa y comenzar de nuevo. Esos días en donde uno llega tan a fondo, que decide sacudir el mantel lleno de migas en el piso porque francamente da igual. En ese estado de desalineación y desbalanceo, decidí encarnar el papel del ridículo, ese que me sienta de maravilla. Guantes, repasador al hombro, pantuflas y rodete, un espectáculo. Y, si bien parezco una espartana de los quehaceres domésticos, yo y solo yo conozco la verdad. En realidad, la verdadera batalla se libra contra mi desorden mental. Puedo tener toda la voluntad de llevar la ropa sucia al lavadero pero, si en el camino me topo con la mi campera en la entrada, largo la ropa sucia en el piso y tomo mi campera. Puedo tener la clara intención de colgarla en el ropero pero, si me cruzo con tres vasos que quedaron sobre la mesa, entonces suelto la campera sobre la mesa y agarro los vasos. En el camino a la cocina podría encontrarme con Corcho que me pide que lo ayude con el cierre del pantalón, y de esa manera quedan los vasos en el baño. Después de horas de fallidas determinaciones, en algún momento de la tarde mi hogar parece Casa FOA. Este domingo, mientras posponía sistemáticamente distintos objetivos, noté un papel en el piso al lado del tacho de basura. Largué la esponja, cerré el grifo y me dirigí hacia esa esquinita de la cocina. Si son impresionables, les recomiendo que no lean la parte en la que narro la escena de Kill Bill. Me agaché con la seguridad de cualquiera que hace treinta y seis años se agacha sin contrariedades. Sin embargo, en esta oportunidad, el descenso fue brutalmente detenido por un objeto punzante. Al canasto de metal para papas y batatas se le rompió la manija de madera y, en su lugar, se alzan dos fierritos que cumplen la función de pilares. Uno de esos fierros se introdujo en mi ojo y yo, literalmente, enloquecí. Me separé del canasto y me tiré al piso. Gritaba como una energúmena, rayando el piso con las uñas, absolutamente sacada. Estaba segura que había perdido el ojo, y la impresión que me daba corría por mi espina dorsal. Imaginaba una cuchara hincada en un bowl de gelatina, un globo pinchado, una pala clavada en la tierra, un huevo poche. Estaba perdiendo el juicio. En la película de Kill Bill, yo era la rubia con el parche, en aquella escena en la que pierde su segundo ojo. Así de delirante y perturbado era mi protagónico, tanto que hoy puedo afirmar que estaba completamente fuera de mí. Mi hijo mayor vino corriendo y lo primero que pensó cuando me vio fue que estaba bromeando. Pero la escena continuó, los gritos y los movimientos de pez fuera del agua, y no le quedó otra opción que madurar frente a esta inútil criatura enajenada. - Mamá, ¿qué te pasa? … Mamá, controlate… MAMÁÁÁÁÁ - Ahhhhh… - Mamá, ¿me escuchás? Controlate. ¿Qué te pasa? Date vuelta. - Ahhhhhh… mi ojo… perdí el ojo. - Calmate mamá, lo estás asustando a Corcho. Mostrame el ojo… - Noooooooo - Mamá, quedate quieta. Dejame ver… ¡¡CALMATE MAMÁÁ, PARECES LOOOCA!! Dejame ver. - Ahhh, mi ojoooooo. - Está perfecto, mamá. No tenes nada. ¿Podés calmarte? Voy a googlear dónde hay una guardia… Vení Corchito, quedate conmigo. Traeme tus zapatillas así te las pongo y vamos a buscar ayuda, ¿dale?... Este fue el momento en que el planeta giró al revés y los papeles se invirtieron. Mi hijo tomó su emancipación y su soberanía, y de un portazo se llevó a Corcho y mi dignidad. Yo, en cambio, permanecí un tiempo más tirada en el piso de la cocina, arrastrando mi vergonzosa humanidad. De algunas cosas no se vuelve más…

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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