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205. FOBIAS

  • Pajas Bravas
  • 25 feb 2016
  • 5 Min. de lectura

Antes de auto diagnosticarme “fóbica”, hubo mucho miedo transitado. Vayamos juntos de la mano y verán lo feo que es el terror negro y frío, el inconmensurable espanto de una amenaza tan latente como palpable. Solía creer que jamás sería fóbica, que quienes sufrían de una fobia eran seres con algún desequilibrio de algún tipo. Algunas fobias me parecían lógicas (como si la lógica cupiera en este escrito) como a las alturas, a los espacios cerrados, a las tormentas o a las arañas. Pero también están las otras, las fobias a los botones, al color naranja o verde, a los relojes, a sentarse, a los objetos a la derecha del cuerpo, e inclusive la Dutchfobia que es el miedo exagerado a los alemanes u holandeses. Hay una fobia que se llama Hexakosioihexekontahexafobia (¡genial para el ahorcado!) que es el miedo irracional al número 666. Por eso es que la palabra fobia no era para mí. Si soy una mujer “normal”. Tan estable e imperturbable como equilibrada. Si fuera un árbol, sería un roble. A las arañas las levanto con un papel y las libero en el jardín. A las víboras les saco fotos de cerca. A los sapos los junto con las manos y los meto en mi jardín porque los amo. A las hormigas les rompo los hormigueros para verlas salir histéricas y femeninas. Por todo esto, siempre consideré que era una verdadera bióloga. Salvo frente a esta amenaza de muerte. Desde chiquita que le temo. Y el miedo se fue incrementando con los años. Al principio con un gritito estaba. Liberaba presión y listo. Después fue el alarido de “Psicosis”. Hoy, me levanto de la mesa, salgo corriendo y me subo a cualquier superficie elevada. No dudaría en salir desnuda del baño frente a la comitiva de trabajo de mi marido si me viera amenazada. Lo que más bronca me da de no poder controlar este miedo irracional, es que lo padezco frente a la mirada de mis hijos. Y sé que los he ido contagiando en mayor o menor medida. De hecho lo hablé con ellos, les pregunté si crían que les fui trasmitiendo el pánico con los años y los más grandes me dijeron que si. Una verdadera puñalada en el pecho. Corchito, con sus cuatro años recién cumplidos, me habrá visto atravesar el comedor a toda velocidad unas tres docenas de veces y treparme a sillas, otro tanto. Tengo el recuerdo de verlo disfrazado der Power Ranger, subido a la mesa conmigo sin saber por qué, pero suponiendo que era lo más seguro. ¿Qué decodificarán sus ojitos al ver que su protectora universal, infinita e indestructible sale huyendo despavorida por los pasillos? Nada bueno seguro. Porque cuando me cruzo de frente con mi miedo, solo pienso en mí. Se me nubla la vista, me transpiran las manos, se me hiela la sangre y salgo eyectada dejando a la manada de cachorritos que se salve como pueda. Para mis hijos, debe ser un doble discurso fatal. Hace dos semanas, casualmente, estaba poniendo la mesa y al costadito de mi ojo la sentí. (Esa es otra desgracia, desarrollé un sentido adicional y puedo verlas y olfatearlas inclusive antes que ellas a mí). Salí corriendo en busca de ayuda. Los únicos que estaban en casa eran los chicos y un amigo. Fui a buscarlos sabiendo que lo que les pedía era una misión imposible. Por tal motivo les prometí una gran recompensa… ¡helado! Los míos fueron a equiparse con borceguíes, guantes y casco de bicicleta. En cambio Pipe, así se llama el amiguito de mis hijos, descalzo como estaba y frente a nuestras narices, le dio un pisotón que nos hizo gritar al unísono. Ahí quedó la cucaracha, hecha añicos. Nos quedamos paralizados todos. Luego de digerir lo que habíamos visto, saltamos en el lugar como queriendo limpiarnos las vísceras que seguramente estarían despachurradas en los pies de Pipe. Un mes atrás había tenido otro incidente con este peligroso bicho. Mi marido ya se había acostado y yo me dispuse a ducharme. Cuando corrí la cortina de baño, ahí estaba. Juro que me miraba amenazante. Salí horrorizada a pedirle socorro a mi esposo pero, casi dormido, me dijo que le pidiera a ayuda los chicos. Sabiendo que esto no era inviable, y sabiendo también que consumo un tubo entero de Raid por cucaracha y que ya no quedaba, fui a buscar el desodorante de mi hijo. La bañé en Axe, pero lo único que logré fue que cayera al piso. Me trepé al bidet, salté al inodoro y salí cual Usain Bolt erizada del baño. Me senté en una silla a llorar. No iba a poder bañarme, no iba a poder matarla y seguramente no iba a poder dormir en paz. Es que en esta batalla de ellas contra mí, ellas ganan siempre. Lo de anoche fue lo que le dio el nombre a mi miedo. Anoche me rotulé de fóbica. Las cucarachas, en todos sus tamaños y tonos de bordeaux amarronado, me parecen dantescas. Tienen antenas intimidatorias, un par de espadas a cada lado de su cola, y un asqueroso caparazón crocante que contiene en su interior una sustancia amarillenta y viscosa. Tienen la habilidad de andar tan a prisa que somos fácilmente despistados, y peor aún es que fueron dotadas de alas, y si bien no vuelan mucho, lo hacen con gran precisión, directo al saquito recién tejido que me dio mi abuela. Las más repugnantes salen de las rejillas de los baños, pero hay otras más gourmet que se terminan el resto del apple crumble que quedó en un plato. Anoche estaba sola en el cuarto. Mi marido se fue con el mayor de mis hijos a un centro de rehabilitación en Copahue por el tema del hombro. La habitación estaba tenuemente iluminada por la luz del baño y me desconcertaba el movimiento de las cortinas. Me levanté de la cama para constatar que el alambre tejido estuviera cerrado y en ese intante la sentí. No la había visto aún, pero sabía que estaba en la ventana. Se me secó la boca y comencé a transpirar. Me subí a la cama y la caminé toda a zancadas hasta pegar un salto olímpico y correr hasta el otro extremo de la casa. Me quedé un rato, sentada en el piso sintíendome una niña, sosteniendo la cabeza con las rodillas. No quedaba otra solución, tenía que volver a lugar del hecho con un tubo de Raid y descargarlo antes de que ella decidiera abrir sus alas y colgarse de mi pijama. Caminé despacio los primeros metros, pero los últimos movimientos eran imperceptibles al ojo humano. En puntitas de pie y con el veneno cargado, entré. Lo único que se escuchaba eran los latidos de mi corazón cada vez que abría la boca. Nos vimos las dos al mismo tiempo. Ella también estaba preparada. Era ella o yo, pensábamos las dos. Tenía que acercarme más para que el chorro de producto la abatiera de inmediato porque, a la mínima intención de contraataque de aquella bestia en armadura, me volvería una frágil y quebradiza niña otra vez. Y aquel segundo tan trillado de Hollywood, en donde se está por resolver todo pero no, se cortó la luz. Se cortó la luz en todas las cuadras a la redonda. Y yo me morí. Literalmente me morí por un ratito. Fue el grito más visceral de mi vida. Pensé que me corría líquido frío por la espalda y sentía que el corazón no aguantaría el ritmo que le estaba exigiendo la adrenalina. Salí disparada del cuarto y les dije a los chicos que no se preocuparan, que estaba bien. Busqué velas con la luz del celular y, aunque al poco tiempo la luz volvió, nunca más pude entrar al cuarto. Las dos teníamos razón. No era posible que ganaramos las dos. Anoche me hice pequeña. Terminé durmiendo en la cama de Corcho hecha una trenza con él. Ella debe haber dormido en la ventana donde la dejé. Ambas teníamos razón. Era ella o yo.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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