203. EL AMOR EN TIEMPOS DE COLCHONES
- Pajas Bravas
- 12 feb 2016
- 4 Min. de lectura

Con la llegada del día de los enamorados, me vi obligada a pensar en mi matrimonio. En mi matrimonio y en los colchones. Oriundo de Luján, mi marido siempre prefirió pasar los fines de semana en su ciudad. Recuerdo que después de los asados nos tirábamos bajo la sombra de unos eucaliptos a dormir una siesta. Había que acostarse en público porque, en aquellos días, solamente noviábamos. El terreno era accidentado y poco amigable. Duro, agreste, grosero y ermitaño. Ideal para dos tórtolos que se buscaban con desesperación. Él se recostaba, calzaba su cabeza sobre una raíz emergente y estiraba el brazo. Yo apoyaba mi cabeza sobre su hombro y me encastraba perfectamente en él. Éramos un trabajo de ebanista. Y así dormíamos un rato. Pasó un tiempo y nos casamos. No teníamos un mango asique una amiga de mi cuñada procedente de Tierra del Fuego nos prestó un colchón. Se volvía a su tierra natal y no quería llevárselo. Lo pasamos a buscar en mi autito con la excitación de aquellos días pueriles. Llegamos al departamento vacío y lo vimos por primera vez. Yo sentí aroma a té y a canela en el instante en que lo vi. Sabía que sería madre, que el sol entraría por la ventana y que usaría oleo calcáreo. En cambio, mi marido percibió otra cosa en el instante en que lo vio. No me lo dijo, pero lo noté en su mirada. Debe haber sentido el aroma a un ring de boxeo o algo similar porque me miró, se le secó la garganta y carraspeando dijo: “no me durás un minuto”. Volvimos a mirar el colchón que estaba descansando sobre el piso. Los dos debimos haber cometido el mismo error al calcular su peso específico porque lo sujetamos con extrema robustez y, al levantarlo con ímpetu, casi nos dislocamos los hombros. “No pesa nada” nos dijimos entre carcajadas. Bajamos las escaleras más incómodos que exhaustos. Atamos la colchoneta al techo del auto, y le digo colchoneta porque “colchón” es una falta de respeto, y nos volvimos a nuestro hogar. Estacionamos a tres cuadras, lo desatamos y lo enrollamos. Caminamos las tres cuadras a paso redoblado, con el pionono entre los brazos, ansiosos por estrenarlo. Con ese sustentáculo de sábanas dormimos casi siete años. Podíamos hacerlo (dormir) boca abajo, boca arriba, apoyada sobre su hombro, sobre mi almohada, fue té y canela y ring de boxeo. Era tan agradable y tan placentero como nuestro amor. De la única manera en que no lo hallaba cómodo era cuando él se iba de viaje por trabajo y no dormía a mi lado. Los años pasaron y el término “placentero” le quedaba incómodamente grande. No para nosotros que nos seguíamos amando de la misma manera, pero para nuestras espaldas que comenzaron a quejarse. “Dale gordo, apagá el despertador”. “Bancá un minuto. Me quedé duro”. Y fueron tan fuertes algunos lamentos, sobre todo de la zona lumbar, que las cabezas debieron ceder sus almohadas. Acostarnos se volvió una coreografía y levantarnos, un suplicio. Aunque la compra de colchones es uno de esos gastos que uno intenta postergar lo más posible, casi como la heladera o el lavarropas, lo nuestros fue inevitable. Lo cambiamos por uno mucho más ancho, largo y gordo. Se volvió la panacea. Fue té, fue canela, fue un ring, fue óleo calcáreo, fue varias temporadas de varias series y partidos de rugby, fue migas, fue vinito tinto, fue lesiones, fue exámenes aprobados y reprobados, fue madriguera y llanto, fue beso y abrazo. Fue el escenario perfecto para interpretaciones de femmes fatales sin virtuosismo alguno. Un papel patético y burdo. Y alguna vez también, la pésima actuación de una bella durmiente que no deseaba acción. Lamentablemente mi marido jamás dio crédito por este desempeño y en todos mis intentos fallidos me despertó del letargo fingido sin la menor timidez. En el Día de San Valentín no puedo dejar de honrarlos. Ni a mi marido, ni a mi colchón. Tuvimos oportunidad de pasar algunas noches sobre colchones de distintas índoles. De hoteles, de departamentos alquilados o prestados, de campos o ciudades, respetables y sagrados o bastante más profanos. Algunos más firmes, otros con más noches que la luna. Inclusive en el de mis padres, razón por la cual comencé terapia. Pero lo que siento recostada sobre cualquiera de ellos es una sensación de desarraigo. No duermo en mi terruño, no me siento cómoda aunque sea un King Koil. El mío, es el único en todo el mundo que no me da asco. Sobre mi colchón duermo con los ojos abiertos (y podría babear de vez en cuando, aunque no voy a afirmarlo). Sobre mi colchón soy Kate Middleton, y si ella se hiciera presente, tendría todo el derecho del mundo de golpearla por atrevida y por linda. Mi colchón es mi colchón, como mi marido es mi marido. Con los dos soy muy feliz y estoy profundamente enamorada. Y de esta manera me gustaría seguir hasta el final. ¡Feliz día de los enamorados!
Comments