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195. LA OSCURIDAD

  • Pajas Bravas
  • 19 nov 2015
  • 3 Min. de lectura

El llanto de la campana de una majestuosa catedral gótica me sacudió. Cerré los ojos y respiré profundo. Finalmente, cuando todo quedó en silencio, la oscuridad. Luego, el lamento lejano de una mezquita desconsolada. Y otra vez, la oscuridad. Mantuve los ojos cerrados y seguí respirando. En la ciudad, las luces. Ella y él habían estado ahorrando durante meses para disfrutar de aquella noche. Caminaron de la mano unas tres cuadras hasta la puerta del teatro. Él no podía dejar de mirarla. Su gorrión, como solía llamarla, estaba más bonita que nunca. Eso mismo notó un empleado del lugar que mantenía con el pie la puerta abierta y controlaba las entradas. No era el trabajo que más le gustaba, pero con esa changa lograba pagarse la universidad. Estudiaba arquitectura como su padre y deseaba ser un profesional reconocido y que su obra maestra llevara el nombre de su madre. Esa noche estaba más cansado que se costumbre y debió pedirle disculpas a una niña cuando la pesada puerta de bronce se resbaló de su pie golpeándole el hombro. Al padre de esta niña le temblaron las carnes cuando advirtió el riesgo. Es que su niña era la razón de su vida y de esa particular noche. Ella, con sus escasos años, había luchado contra una enfermedad posiblemente terminal y había salido victoriosa. Por tal motivo, tanto el padre como la madre habían decidido llevar de viaje a su hija para festejar la dicha de estar juntos. Una vez adentro del lugar, se ubicaron junto a un grupo de jóvenes amigos que acababan de terminar la facultad y habían decidido irse juntos para sellar la amistad con un improvisado viaje de egresados. Eran amigos de la infancia, casi hermanos. Se notaba en la confianza que se tenían y en el amor con el que se abrazaban. El llanto desgarrador de la campana de una majestuosa catedral gótica los sacudió. Todos cerraron los ojos y dejaron de respirar. Una niña de cuatro años salió corriendo de su vivienda con un mandado de su mamá. Esquivó la montañita de escombros donde jugaba habitualmente con sus dos hermanos menores y se metió en un callejón repleto de hogares construidos en forma de colmena. Se introdujo dentro de una morada sin puerta, corrió por su interior y subió las escaleras. Contó tres puertas y entró. Al ingresar, se hundió en el regazo de su abuela y le pidió una berenjena. Sus dos tías la sorprendieron por la espalda y las tres se unieron en una carcajada desentonada. Antes de volver con el mandado, saludó con cariño a su bisabuela y partió a toda velocidad. En su camino se topó con sus primos que jugaban en la calle con amigos. Le hubiera encantado unirse si no fuera que la mamá le había pedido que no se demorara. Llegando a su hogar se encontró con que su madre la esperaba fuera de la vivienda. Estaba charlando con la vecina que sostenía a su hijo de dos años del brazo y llevaba a su beba recién nacida colgando por la espalda envuelta en lienzos. Las dos mujeres reían divertidas de la falsa escuadra de la ventana que acababa de colocar su padre con ayuda de sus hermanos mayores. Sintió nostalgia de aquellos días en los que almorzaban todos juntos el pan plano de Pita con berenjenas y salsa picante. El lamento lejano de una mezquita desconsolada los sacudió. Todos cerraron los ojos y dejaron de respirar. Con los ojos cerrados sigo respirando. El llanto de las campanas del occidente suena más fuerte que el lamento de las mezquitas. Parece que los destellos en la oscuridad de balas odiosas justifican la nube de polvo y muerte arbitraria e injusta. Miles de vidas suspendidas en el aire, arrebatadas y hechas añicos. Con las primeras lágrimas abro los ojos. Sigo respirando, yo que puedo. Y también lo hacen quienes creen que tienen derecho a decidir cuándo y cómo aniquilar a otros. Ellos y aquellos. Los que perpetran primero y los que se vengan después. Borran niñas, bebes, hijos, hermanos, madres, padres, abuelas, primos, tías y bisabuelas de la faz de la tierra. Les arrebatan los sueños. Los despojan de sus seres amados. Les cierran los ojos para siempre. La guerra oscurece la vida de todos, de los que mueren y de los que quedamos. Decía Mahatma Gandhi, “Ojo por ojo y el mundo terminará ciego”. Por la paz del mundo y sus víctimas.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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