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189. LA CULPA

  • Pajas Bravas
  • 16 oct 2015
  • 4 Min. de lectura

¿Les conté que soy culposa? Si, mil veces. Que la relación con mi hijo mayor se basa en el rendimiento del colegio, que el del medio come muy poca verdura, que el menor no conoce de límites, que nunca saco a pasear a mi perro, que debería visitar más seguido a mi abuela, que la mar en coche. La culpa y sus derivaciones. Cuando pienso en la culpa la maldigo. El problema es que no la pienso, la siento. Es un sentimiento que se me aloja en el organismo y me produce distintos malestares. Si no hago algo con la culpa, ella se va metiendo profundo dentro de mí hasta transformarse en un órgano más dentro de mi cuerpo. Un órgano que, a diferencia del resto, se nutre del pasado, paraliza el presente y libera toxinas en forma de imágenes y recuerdos que, en muchos casos, se presentan de manera distorsionada. Créanme, soy experta en la materia. Cotidianamente sufro estos ataques de culpabilidad por sucesos como los que enumeré al principio. De a poco voy aprendiendo que lo único que puedo hacer es ser consciente de esta pequeña muerte que me produce culpa e intentar transformarlo en vida. Y eso afloja las toxinas en gran medida. Hace un tiempo, cuando noté que mi relación con el mayor de mis hijos era pura y exclusivamente escolar, solté el estudio, las tareas y las pruebas, dejé que se hiciera cargo de todo a costa suya y comencé a reírme con él de insignificancias. Y fue fantástico. Mi organismo produjo anticuerpos que controlaron la toxina. El órgano de la culpa dejó de funcionar, la mortificación del pasado se detuvo y mi presente cobró vida. ¿Y si la culpa me la produce un suceso del pasado que no podré remediar jamás? Elijo hacer lo mismo. Transformar esa pequeña muerte en vida. Con la partida de Carola, tres eventos del pasado comenzaron a liberar toxinas que me envenenaron de tal manera que me enfermé. Literalmente me enfermé. La culpa logró postrarme y entré en un pequeño estado de depresión. La imposibilidad de remediar el pasado me estaba matando junto a Carola. En el segundo en que me dijeron que no volvería a ver a mi hija, el órgano comenzó a funcionar con ensañamiento. Primero, la "Culpa del Abandono". Me recordaba constantemente que no había ido a su cuarto para despedirme de ella. Me echaba en cara que no le había cantado una última canción o que no la había acariciado hasta el final. Pero la malvada culpa rememoraba la mitad de la historia. No me traía a la cabeza lo destruida que estaba, ni el estado de demencia emocional que estaba padeciendo, y mucho menos que no entraba a su habitación para despedirme porque no estaba lista. No era que no quería, sino que no podía. De eso, la culpa, no hacía alusión. Segundo, la "Culpa del Desamparo". Metida en la cama en pleno duelo, las toxinas de la culpa me hacían caer en la cuenta de las horas de terapia a las que había expuesta a mi hijita, en lugar de quedármela en casa, disfrutarla y dejarla en paz. Revivía las horas de remise, las terapistas ocupacionales, la fonoaudióloga, la estimulación visual, la deglución, la terapia craneosacral. Y con cada una de estas imágenes distorsionadas, me iba muriendo de a poco. Porque la muy desgraciada no me recordaba que los médicos me habían dicho que durante los dos primeros años de vida, mi hija lograría mayores avances que en todo el resto de los años siguientes y que la plasticidad del cerebro aprendería con mayor facilidad. Eso no me lo recordaba. No dejaba que viera que lo que buscaba con las horas de terapia era sacar adelante a Carola y no al revés. Y por último, la culpa más burda de todas, la "Culpa del Rechazo". En la sala de partos, esperábamos a nuestra primera hija mujer. No estábamos al tanto con mi marido de la condición de nuestra hija. Y en el último pujo, veo por primera vez a esta lunita brillante. Una cosita divina, en perfecto estado, toda arrugadita enredada en su cordón. La envolvieron en una toalla y la enfermera, antes de llevársela, me la acercó y me dijo: “Mamá, ¿querés darle un besito a tu princesa?”. La verdad, no. Era un angelito divino, el amor de mi vida, pero estaba toda ensangrentada y recubierta por la vérnix grasosa y grisácea. No me dieron ganas de besarla en ese momento y eso produjo una de las culpas más profundas e insondables de mi vida. Haber rechazado a mi hija me envenenó hasta la médula. Cuando lo tuve a Corcho un par de años más tarde, sabía que no iba a cometer el mismo error. Pero cuando me lo entregaron me di cuenta que no podía besarlo tampoco. Era muy desagradable. Entendí, finalmente, que había sido la enfermera la que me había metido en este brete, que si Carola no hubiera partido, ese evento no hubiera sido trascendente, y que Tom Cruise no es mejor padre por comerse la placenta. Sin embargo, la culpa me mortificó por años. Hace poco tiempo dejé de creer en la maldad del hombre como condición intrínseca del ser humano. Hoy opino que el hombre es, por naturaleza, bueno. Que son las circunstancias que nos tocan vivir las que pueden modificarnos. Y que la culpa tergiversa los hechos para que nos sintamos seres malos, que no merecemos lo que tenemos o, por el contrario, que merecemos esto que nos pasa. La culpa empuja y revive el pasado con la fuerza de una crecida, y nos paraliza el presente matándonos un poquito. Mi humilde consejo, el de una culposa empedernida, es que no dejen que este mentiroso sentimiento los engañe. Rompan las cadenas de la culpa. Perdónense si creen que hay algo que perdonar. Si de todo esto quedan aprendizajes, mejor. Si no se puede remediar, sigan viviendo libremente. Porque nada bueno sale de este órgano tóxico y nocivo.

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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