180. DEFINITIVAMENTE RUBIA
- Pajas Bravas
- 31 ago 2015
- 4 Min. de lectura

180. DEFINITIVAMENTE RUBIA Afirmando una vez mi condición de rubia, llevé a mi hijo al Centro Médico. Confirmé y revalidé, sin temor a equivocarme, que yo y solo yo puedo alterar mi comportamiento sabiendo que al hecho constante del color de mi cabello, le agrego dos variables, una camioneta negra y los nervios que me produce tener un hijo lesionado. Como iba diciendo, llevé a mi hijo a una entrevista con un cirujano en Martínez. Mi auto está en reposo absoluto por un tiempo, asique me prestaron una camioneta. Y así, abrochados hasta la médula y con las esperanzas renovadas, nos fuimos a conocer una nueva opinión. Martínez es una zona muy tranquila, llena de tiendas y edificios medianos. Las calles son arboladas y unas tres cuadras separan la estación del tren de la avenida principal. Hay dos tipos de transeúntes, los que andan a las zancadas cruzando la calle entre autos y corriendo al ritmo del sonido de la barrera del tren, y las señoras que frenan en cada vidriera añorando lo que ven y esquivando tanto a los que corren, como a las deposiciones caninas y la gotera de los aires acondicionados. A Martínez no hace falta defenderla porque Martínez tiene los vecinos más orgullosos de toda la zona norte. Llegando al consultorio, justo en la puerta como esperándome a mí, un lugar para estacionar. Con el mismo asalto de quien se cruza con un conocido en Florida y Lavalle, puse las balizas y estacioné con cierta habilidad que, para ser sincera, me sorprendió. Tomé mi cartera que se desabrocha con un simple clip y busqué la tarjeta del parquímetro. Al insertarla, el aparato me devolvió una leyenda que decía: ERROR. La saqué y la volví a insertar. Lo miré a mi hijo con ojos desorbitados. No quería perder el lugar, pero tampoco quería que la grúa se llevara mi auto. Barrí la cuadra con la mirada buscando ayuda, pero nadie parecía ser palita que atajara mi socorro. En el instante en que me daba por vencida, el auto estacionado justo detrás del mío se fue. Levanté la mirada agradeciendo al cielo, y al bajarla crucé la vista con un señor que me estaba observando desde la cuadra de enfrente. Antes de cambiar la camioneta de lugar, me cercioré de que el parquímetro de al lado funcionara. Caminé hasta el lugar e inserté la tarjeta. Afortunadamente, funcionó. -Ehhh, señoraaaa. Ese parquímetro corresponde al lugar que está vacío. -Si, gracias. -Pero Ud tiene la camioneta en el espacio equivocado, ¿me entiende? -Si, si, ya sé. Gracias. El tipo este me estaba tratando de rubia boba, y no se lo iba a permitir. Pero, el poder del hecho constante del pelo claro se fue potenciando con los hechos variables. Con la intención de apurarme en cambiar la camioneta de lugar, presioné el botón de pánico y la alarma molió a gritos la paz del barrio. En un intento desesperado por acallar el infierno, volteé el sobre con los estudios de mi hijo, los que se desparramaron por la calle. A esas alturas, el asombro y recreación en la mirada del señor de enfrente y la vergüenza en la de mi propio hijo eran dos cuestiones que no colaboraban con el cuadro demencial que estaba protagonizando. Ahora sí, con la cartera en un brazo y las llaves en la boca, levanté los papeles del piso. Pero tuve la desgracia de sentir como se iban resbalando los anteojos que llevaba de vincha y el acto reflejo samurai que me dominó fue volver a volcar los estudios sumado a la cartera. Me incorporé con dignidad, los anteojos en la cabeza y las llaves en la boca, y maldije el día que me decidí por la cartera canchera sin cierre. Apreté el botón de pánico pero no se desactivó. Levanté la cartera y junté lo que se había salido. Apreté el botón para abrir la camioneta esperando que se calle la bosta negra mal estacionada, pero tampoco funcionó. Levanté por segunda vez los estudios médicos. Entonces apreté el botón para cerrarla, luego abrirla, luego cerrarla, luego la de pánico, hasta que finalmente desistí. Me subí al aparato de tortura, tiré todo lo que tenía en el asiento del copiloto y prendí el motor. Con la puerta entreabierta, los alaridos de la alarma, y las luces centellando, puse marcha atrás y me adueñé del lugar, finalmente. El mal parido de enfrente no podía creer lo que veían sus ojos. Mi hijo había dejado de creerlo un tiempo antes porque ya estaba a cincuenta metros caminando sin más destino que la de alejarse del escándalo. Y yo, que hubiera querido hacer lo mismo, no podía apartarme del alboroto porque yo era la detonación del bochinche. Entonces, como cualquiera que tiene la situación controlada, puse cara de estar curtida. No quería dar la impresión de estar pasándola tan mal asique bajé de la batahola y me dije: "al mal tiempo, buena cara". Más rubia que nunca y, con un andar resuelto y superado, me acomodé el fleco y seguí mi camino.
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