176. UN PIÑÓN EN LA CIUDAD
- Pajas Bravas
- 4 ago 2015
- 3 Min. de lectura

176. UN PIÑÓN EN LA CIUDAD Como cuesta la vuelta. Esta vez, cuesta más que nunca. ¿Qué es lo que me cuesta digerir? ¿Será la cruda realidad, o la edad un tanto chamuscada, o la sensibilidad cauterizada de la gran ciudad? En esta oportunidad, quien adolecía los síntomas del retorno, la del mal humor púber, la que se rebeló un poco contra la realidad, fui yo. Por supuesto que mis hijos protestaron por el regreso a la vida responsable, al colegio, y a la casa helada y sin gas, pero lo mío fue un motín orgánico. El domingo volvimos de un pueblito diminuto que se llama Villa Pehuenia, al norte de Neuquén. Es mi lugar en el mundo. Hace ya unos años que nos decidimos por ese puntito en el mapa porque desde el primer día fue atracción instintivo y primario, un amor virgen, una riña sin cuartel entre mi yo primitivo y esto que soy. Rodeada por montañas y el Lago Aluminé, Pehuenia no ofrece más que absolutamente todo lo que tiene. Volví con la sensación de estar paradita en ese lugar y sentir que realmente percibía el crecimiento de las raíces de las araucarias y de mis propios pies. Sentí que me volví piñón. Pedí perdón por desentonar. Con la campera violeta furiosa y la rabia de mis pantalones urbanos noté la humillación del suelo y sus marrones consagrados. Me quedé quieta en un pinar para pasar desapercibida. Comprendí la inmensidad que me miraba de frente. Las montañas sobrias juzgando la parsimonia del lago. La felicidad del agua helada meneándose entre rocas por los ríos. La pureza real y palpable de la nieve. El cóndor allá arriba y la trucha acá abajo. Libres. Y el piñón. Al estacionar frente a casa, la vereda bombardeada por el gasista. Y, como la pérdida persiste, el problema se eterniza. Fuimos a Unicenter a comprar un caloventor. El gris en sus miles de tonos de la urbe hizo que tirara la cabeza hacia atrás y cerrara los ojos. Escuché el blanco de la nieve. Ya en el shopping, vi como los humanos se reproducían y se plagiaban. Todos igualitos y de a miles, usando mi campera furiosa y mis pantalones rabiosos. Tapé mis ojos con las manos y respiré profundo. Sentí la suavidad de los marrones en los tejidos mapuches. Volviendo a casa recordé la amabilidad de la gente del pueblo, un lapidario antónimo a aquella "amabilidad" sufrida dentro centro comercial. Las velocidades, las necesidades, las prioridades, todo se volvió opuesto y contrario. Percibí que me había transformando en mi propio protagonista antagónico agónico viviendo en mis antípodas. Apoyé la cabeza contra la ventana y volví a cerrar los ojos una última vez. Volví a ver la nieve y las montañas pero, esta vez, fueron unos pehuenes los que me llamaron la atención. Erguidos y majestuosos, firmes con la inmortalidad de quien está antes que uno y que permanecerá después de uno. Sabios. Vi entre sus hojas los piñones y sentí mucha paz. Nos sentamos con mi marido en una de esas tardes frescas donde el viento patagónico desempolva los pulmones y tuvimos esa charla sincera en donde se proyectan los últimos cien metros de la carrera. Afortunadamente sentimos de la misma manera. Esa tarde supe con inmenza felicidad que algún día me convertiría en un pehuén. Y sobre todas las cosas me tranquilizó saber que este sentimiento de desamparo de hoy es solamente porque soy un piñón lejos de su hogar.
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