174. ALMAS MOCHAS
- Pajas Bravas
- 15 jul 2015
- 3 Min. de lectura

174. ALMAS MOCHAS Florece dentro de mí un capullo de realismo. Creo que uno de los errores más grandes que cometemos los humanos es suponer que hay un orden para todo. Creer en ese orden nos ampara y nos protege del constante peligro de perder el equilibrio. Creer que iremos creciendo en la empresa con el correr de los años y de la experiencia podría ser letal si el orden es alterado y nombran Jefe a aquel jovencito que acaba de bajar del avión cargando un portafolio, una Mont Blanc y un posgrado. A otro nivel de devastación, cuando un hijo se muere ocurre exactamente eso. Lo primero que te dicen es: “Lo que pasa es que estamos preparados para enterrar a nuestros padres pero no a nuestros hijos”. Ese es el puntapié inicial para sentir que la fractura del orden nos hundirá en la espesura de la depresión. Luego vienen más y peores frases desafortunadas: “Lo que te ocurrió es lo peor que un ser humano puede soportar”, o “Es que si se te muere tu marido, sos viuda. Si se mueren tus padres, sos huérfana. Ahora, si se te muere un hijo, eso no tiene nombre”. Todas afirmaciones que fragmentan y nos hacen sentir que estamos solas en esta desgracia. Admitir que existe tal orden y que se nos ha roto, nos vuelve más vulnerables. Voy a romper una nueva premisa: “Los hijos sí se mueren”. Hace un par de semanas salimos a comer con mi marido. En la mesa de al lado, la mamá de un amigo mío de la infancia que falleció en un accidente de tránsito. Al salir del restaurante, mi marido sufrió una alergia que nos obligó a volar a la guardia de un sanatorio. Mientras esperaba que lo atendieran, sentadita frente a mí, la madre de Ángeles Rawson. Quería abrazarla fuerte y decirle tantas cosas. Quien se sentaba ahí era lo que solía ser una mujer, hoy más parecida a un holograma del esqueleto de lo que algún día fue una mamá. Y esa misma tarde recibí un mensaje una amiga a quién se le murió su hijito de cáncer. En un par de horitas me rodee de madres en pleno luto, con duelos en proceso o duelos superados. Personas que andan por la calle, se toman colectivos, como vos, yo o la hija de cualquier vecino. Los hijos se mueren. Y no es una maldición que nos tocó vivir a unos pocos. Somos muchísimas personas las que aprendemos a vivir con el amor en estado de ausencia. Somos millares de almas las que nos amigamos con la muerte por la esperanza de volver a abrazar a los nuestros, ya sean hijos, hermanos, padres, sobrinos, abuelos o amigos. No existe el orden. Y si no existe el orden, tampoco puede romperse. Estamos tan preparados para enterrar hijos como lo está un niño que entierra a sus padres. Es tan devastador uno como el otro. Uds saben bien lo que implicó enterrar a Carola, no minimizo ni en un gramo ni en un segundo semejante desconsuelo. Lo que intento es desbancar esa idea tan equivocada de que la muerte de un hijo es algo inaudito, excepcional e inusitado, porque si lo vivimos de esa manera, así nos morimos en la soledad y toda su amargura. Es cierto, con la partida de Carola no se me adjudicó un término. No soy viuda, ni huérfana. Pero alguna vez leí en algún lado un título que me lo apropié porque me define a la perfección. Soy un alma mocha. Y si le sirve a alguien, se los regalo. Porque lo peor que hay es sentirse sola y desentendida. Darle nombre a esto que nos pasa nos une y nos enlaza. Sentir que somos muchos, nos sana. Sabernos Almas Mochas, ciertamente nos hermana.
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