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169. EL PODER DEL DISFRAZ

  • Pajas Bravas
  • 2 jul 2015
  • 3 Min. de lectura

169. EL PODER DEL DISFRAZ Es más que la simple fuerza de gravedad lo que me mantiene unida a la Tierra. Tengo la virtud (o el vicio) de ser extremadamente observadora. Y entre tantas cosas, observo el efecto que tiene la gravedad en quienes me rodean. Mis chiquitos vuelven del colegio corriendo, mi marido se sube a la bicicleta de un salto, mi mamá nunca objeta las reuniones improvisadas y se pone a cocinar para un regimiento a las 22 hs un martes cualquiera, mi hermana sobrevive sonriendo a mellizos de dos años y una beba de tres meses, Corchito tiene mononucleosis y sube y baja las escaleras las veces que hicieran falta para estar a mi lado, y a Hilda Bernard, los 95 años, no la estorban ni la frenan. Yo, en cambio, me arrastro por la vida. No desando el camino, lo desenredo. Estoy hecha de un denso plomo prensado. Soy un imán gigante adherido al planeta, inerte en mi lasitud. De no ser por las obligaciones y responsabilidades que me remolcan, mi desplazamiento sería prácticamente nulo. Así de fatigada me voy a dormir, y así de agotada me levanto. Y la prometedora levortiroxina que desayuno cada mañana no estaría cumpliendo su palabra. Es que el peso de la vida es demasiada carga para mis hombritos. Pero algo asombroso sucede cada vez que me quito el jean y me pongo las calzas deportivas. Como si se tratara de la misma magia que envuelve el disfraz de Power Ranger rojo que cumplió una década en el canasto de los disfraces. Es lo que solía ser el traje del ídolo máximo de mi hijo mayor, hoy caído completamente en desgracia. Prácticamente desintegrado y sin forma, aquel titán de los noventas no tiene una sola costura sana y la capa cuelga vertiginosamente de un solo hombro, pendiendo de un par de puntadas de algún hilo de origen chino. Sin embargo, como una obsesión, Corcho pide a diario que se lo pongamos. Y se vuelve un rollizo héroe masticable cuando termino de abrocharle los retazos de tela sobre el abultado saco de lana que me negué a quitarle. Y así sin más, la transformación. El traje subordina la voluntad de Corcho y comienzan las patadas al aire, los brincos y los giros exagerados, y la pulverización de saliva radioactiva. Eso mismo, pero más discreto y sensato, me pasa cuando me pongo las calzas. El reloj se vuelve más impaciente a medida que se acerca la hora. Me incorporo con pereza sabiendo el padecimiento de la hora venidera. Me desabrocho la camisa y me pongo la remerita y el buzo. Sinceramente, me dejaría el saco de lana si pudiera. Busco en el cajón de las medias las más decentes. Y finalmente, las zapatillas. Con el apretón del último cordón, el hechizo de las calzas se impone a mi falta de brío, y me somete. De golpe, como si fuera un estuche de energía, me creo deportista. Dejo de arrastrarme para marchar por los pasillos de la casa. Son zancadas vehementes de una persona resuelta. A la panza la comprimo dentro de los abdominales que activé por primera vez en el día y enderezo mi postura. Decidida y energética, abro la puerta de mi casa, desciendo las escaleras de a dos escalones por vez y los últimos cuatro los salto. Disfrazada de atleta, me voy a Pilates. Es increíble cuanto puede influir el disfraz en uno. Es magia que trasciende las edades. Nos transforma en personajes, en muchos casos, antagonistas de nosotros mismos. Por lo menos a mí me pasa. No exagero cuando digo que vestida de lycra creo que podría bajarme del auto haciendo un flip-flap. Gracias a Dios, y a la prudencia que me proveen los años, no lo intento porque sería letal. Y exactamente eso es lo que me diferencia de mi hijito. Corcho le confiere el poder total al disfraz, yo simplemente le permito que me engañe un poquito y por un rato. Si bien es cierto que el que vive de ilusiones, muere de desengaños, pero prefiero coincidir con William Shakespeare cuando dice que "Vale más ser completamente engañado, que abrigar la menor sospecha".

 
 
 

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¿Quién está detrás de
Pajas Bravas? 

Me llamo Valy. Desafortunada en el juego, tengo toda mi fortuna en casa. Soy mamá de tres varones y de una mariposa que voló hace cinco años. Atrapada en un duelo durísimo, encontré la salida a través de Pajas Bravas, el rincón que me liberó y desde donde hoy simplemente escribo...

 

Y justo, cuando la oruga pensó que era el final, se convirtió en mariposa

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