166. MALDITO ÁCIDO LÁCTICO

Así como sonó el despertador, giré mi todo. Era un sachet de ácido láctico, un conjunto de fibra agonizante con nudos y ruidos en zonas a estrenar. Con el propósito de apagar el reloj estiré mi brazo más allá del límite de mis posibilidades. Un dolor agudo en la zona de las axilas frenó la intención de inmediato y el maldito aparato pasó del chillido a la risa. Tuve que reptar entre las sábanas hasta alcanzar la mesa de luz y asfixiarlo de un rabioso manotazo. Enseguida comprendí que incorporarme de la cama sería tarea complicada. Volví a girar hasta quedar boca abajo y, con la ayuda de los brazos, levante el trasero. En posición de mesa, bajé una pierna al piso con cuidado, luego la otra, y me erguí vertebra por vertebra. El primer paso fue duro, pero más duro fue saber que esto era tan solo el preludio de un día difícil e inflexible. Caminé por el pasillo sin gracia, rígida y tensa, analizando cada movimiento. Tuve que agarrarme de la tabla del inodoro para descender apoyada en mis brazos tan lento como me fuera permitido ya que mis piernas estaban de paro. Y fui bastante poco exigente con la limpieza bucal con el propósito de darles un descanso a los bíceps. Salí suspirando del baño y me topé con mi marido que me dijo: “Qué cara gorda!”. Tosí para aclarar la garganta y responderle pero el carraspeado me produjo un dolor punzante en la barriga. Me tomé los abdominales como si fueran bebitos recién nacidos y les hice mimitos para relajarlos. - Ya sabes gordo. A la mañana hago lo que puedo. Vivo con tres atletas de alto rendimiento, no tenía ganas de andar ventilando mis penas de principiante. Simplemente, no me daba la gana. Y aunque la situación era mucho más grave de lo que hubiera querido, fingir era la única opción. Evitando el estiramiento de los brazos, me vi obligada a doblarme en dos para pasar la remera por el cuello y a agachar la cabeza para hacerme la colita de caballo. Durante el desayuno me senté y me levanté de la silla en “slow motion”, y no le puse Finlandia a la tostada para no trasladarme hasta la cocina. Sinceramente, me sentía el personaje antagónico (obsceno y denigrante) de Nadia Comaneci. Una deshonra a la flexibilidad femenina y sensual. Justo antes de irme a trabajar, Corchito apareció corriendo como de costumbre a darme un “bezzo y un abrazzo”. No me había dado cuenta nunca lo bajito que es. Nunca. Es más, nunca me había dado cuenta la cantidad de músculos que intervienen en un acto tan simple como es agacharse para dejar que tu hijo te embadurne de cariño. Mientras me levantaba en agonía, noté que uno de sus cordones estaba desatado. “Que se lo solucione el padre” fue lo que pensé frente a la imposibilidad tan patente de volver a agacharme. Levantar la piernita para pasar del embrague al freno era un suplicio. “Ampútenme los abdominales” pensaba mientras seguía analizando tamaño papel principal que cumplen. Seguí considerando el caso y me di cuenta del bochorno de sentirme de esta manera sabiendo que fue todo producto de una clase de Pilates de cincuenta minutos. Y para que todo esto sea más indigno aún, a la profesora le pedí que no me matara porque no quería traspirar ya que me acababa de planchar el pelo. Con una mano en el corazón y la otra sobre la Biblia digo: Creo que no tengo endorfinas, creo que nunca tocaré el suelo con las manos salvo que doble las rodillas, y también creo que no hay ninguna otra mujer menos flexible que yo, creo que no hay nadie en el mundo que se ponga un jogging y parezca más disfrazado que yo, y creo que nunca nadie liberó tanto ácido láctico como yo. Lo juro.

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