163. EL DOLOR DE SENTIRSE DESENTENDIDO
- Pajas Bravas
- 9 jun 2015
- 3 Min. de lectura

Los canales de la comunicación pueden ser muy recónditos y el mensaje, un misterio. Algunas veces hay que agudizar los sentidos para lograr comprender lo que se esconde bien profundo. Lo digo pensando en Corcho que está queriendo trasmitir algo pero no logro entender el significado. Y eso es tan desesperante para él como para mí. Hace un tiempito que Corcho se ha vuelto peligroso. Le gustan las tijeras, los cuchillos y cualquier objeto punzante. Lo hemos retado una y mil veces, y de maneras y dimensiones muy diferentes. Lo hemos dejado encerrado en su cuarto unos minutos, le hemos hablado en tono amenazante, lo hemos llevado de una mano y a las zancadas hasta la cocina para mostrarle que todo lo que NO está a su alcance, ESTÁ prohibido. Pero también nos hemos sentado a charlar intentando que comprenda que estamos preocupados por él y por aquello que lo está atormentando. A pesar del esfuerzo que le estamos poniendo, y como efecto inverso, mi hijo se ha vuelto refractario a nuestras demandas. Ahora siente una fascinación irrefrenable por cualquier objeto que se encienda. Lo noto hechizado por el encanto del fuego en todos sus formatos, aunque los fósforos son su mayor atracción. Y es como si fuera más fuerte que él, una especie de obsesión. Lo hemos encontrado encendiéndolos a escondidas en lugares muy inseguros, llegando al máximo de sus posibilidades verticales para alcanzarlos, sabiendo que de pescarlo sería blanco de sanciones. De todas formas, parece no importarle. Nuestros padres y abuelos hubieran solucionado este método de comunicación que está aplicando Corcho con un bife y a la cama. Nada de andar enroscándose ni cediendo demasiado terreno al “mimado” o al “consentido”. “Esa criatura está buscando límites, y yo se los voy a dar”, sería una explicación que deja muy poco espacio para el diálogo. La insolencia seguida de pasos firmes y pisadas terminantes, el semblante furioso, el chirlo y el dedo acusador con alguna justificación eran lo usual aquellos días. En estas generaciones de padres jóvenes en la que me incluyo, la necesidad de intentar llegar al fondo para “entender”, se ha vuelto pilar. El problema es que, pasar del chirlo déspota a la escucha y comprensión sin lugar para el enderezamiento y la guía, no me hace mejor mamá ni lo vuelve más recto y erguido a mi hijo. El punto de equilibrio es delicadamente difícil. Esta madrugada Corcho nos volvió a llamar la atención. Luego de haberme enterado que había estado jugando con cerillas en lo de mi mamá y en lo de mi abuela, luego de charlar con él toda la tarde y explicarle los peligros, y luego de retarlo en dos oportunidades, nos volvió a hacer pito catalán. En medio de la noche, la luz prendida de la cocina me llamó la atención. Unos imanes en el suelo, el tacho de basura peligrosamente balanceado sobre una banqueta y, sobre la heladera, la concreta desaparición de la caja de fósforos. Me quedé sin aliento. Me largué a llorar como un bebé, sin demasiada explicación, completamente desbordada. Mi marido ya estaba en el cuarto con Corcho y había tomado las riendas del asunto. Yo no podía. Me sentía desentendida. En resumidas cuentas, sentí pánico. Una película de terror se proyectó en mi cabeza Básicamente un incendio, un calor agobiante, ardor por doquier, muchísimo fuego, y mi bebé. Lloré amargamente hasta que me recompuse. Volví al cuarto para abrazar a Corcho y hacerle llegar con ese abrazo que eramos dos desentendidos. Agudicé mis sentidos, mientras le olía el cuellito rollizo, le metí una mano por debajo de la remera y lo acaricié. Escuché su respiración, sentí su piel y él me vio llorar. Me hizo un mimo en la cabeza y yo le dije que lo amaba. Él me dijo que él también. Quería entenderlo, y sobre todas las cosas, quería que él me entendiera a mí. Quería que supiera que estoy asustada. Creo que anoche pudimos conectarnos. Los canales de la comunicación pueden ser tan recónditos, como misterioso el mensaje. Solo hay que agudizar los sentidos.
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