142. LAS DESALMADAS
- Pajas Bravas
- 17 mar 2015
- 3 Min. de lectura

Nosotras, simétricas. De costadito con la cara hundida en la almohada y ambas manos en posición de rezo, somos muy agradables a la vista. Ellos, un poco más despatarrados, forman una masa heterogénea entre sábana, colcha y la remera de la noche anterior que no encontraban. Entre los ronquidos, las apneas y la ausencia de reacción frente a los estímulos de la casa, los hombres no duermen... permanecen en estado de inconsciencia.
La primera tos aparece a la una de la mañana. Para la una y cinco, la tos se volvió incesante. Nos levantamos con cuidado, no queremos despertar al centinela de la casa. Sabemos de antemano quién tose y sospechamos que la causa sería una ventana abierta. Llegamos a la habitación de los chicos, y el diagnóstico se confirma. Cerramos la ventana, volteamos al que tose y lo tapamos. Ya que estamos, tapamos a los otros. Notamos que el pañal del chiquito está cargado, pero cambiarlo implicaría reducir aún más las horas de sueño.
Cuando retornamos a nuestra habitación, él ni siquiera desenredó el desastre que tiene entre las piernas.
A las dos de la mañana la tos persiste. Ahora es una tos más ronca. Nos movemos esperando alguna reacción del guardián del hogar que se desvaneció a nuestro lado. Pero es en vano. Como mucho, se enteró que tiene calor y saca una pierna de la maraña de géneros que lo mantenía preso. Nos volvemos a levantar. Damos vuelta al tosedor pertinaz, le agregamos una almohada para mejorar la ventilación nasal y lo tapamos. Al volver a nuestra habitación, el cuadro del vigía en coma se vuelve un tanto molesto. Ya no nos cuidamos tanto en la manera en que nos entregamos al placer del lecho.
En algún momento entre las tres y las cuatro de la mañana, un sonido nos vuelve a despertar. ¿Qué alarma maquiavélica mantiene nuestro tronco encefálico alerta, y al suyo en estado vegetativo? Verlos descansar tan profundamente comienza a irritarnos. Nos movemos en la cama torpemente esperando alguna reacción que nunca llega. El sonido vuelve a oírse. Suponemos que es el tesorito quejándose desde las profundidades de su sueño porque se le pasó el pipí. Llegamos a la habitación, diagnóstico confirmado. Bebé, pijama, sábanas y colchón mojados. Lo cambiamos con manos de seda, y decidimos que traerlo a nuestra cama sería la manera más rápida de volver a conciliar el invaluable sueño. Esta vez, no miramos al fiambre que sigue desaturando. Preferimos ignorar aquello que nos hace mal.
El repentino ladrido de un perro provoca un cambio en la respiración del cadáver inerte.
El colecho no habría sido una buena idea. Aparentemente al tesorito no le gustaría que lo tapen, patearía como un potro y no estaría comprendiendo la orientación de la cama. Pero el muerto de al lado ni se entera.
Seis de la mañana, con la luz de la aurora, comienza a sonar suavemente la alarma de un vehículo. Claramente, un auto estacionado a cuatro cuadras. El sonido es débil y lejano. Y ahí, como quien permaneció atrapado en el Submarino Kursk y logra volver a la superficie, la momia inanimada que dormía con nosotras toma una bocanada de aire y se levanta corriendo. Al rato vuelve aliviado. No era su auto.
Veinte minutos más tarde, finalmente y para bajar el telón, suena el despertador. Preferimos no hacer referencia a las horas pasadas para no enajenarnos, pero increíblemente a él le parece que el tema merece una mención. Mientras nos ceba un mate resopla...
- Puffff... Qué noche, Teté… Entre la alarma del auto y ese maldito perro, no pegué un ojo. ¿Y al gordito qué le pasó? ¿Por qué terminó en nuestra cama? Francamente gordita, estoy agotado...
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