135. CUANDO LA SANGRE SE HIELA
- Pajas Bravas
- 20 feb 2015
- 4 Min. de lectura
Permítanme que los lleve a mi lugar en el mundo y a un acontecimiento que me heló la sangre.
Las mañanas cordobesas tienen aroma a pino mojado y tostada quemada. Andar descalza sobre la mezcla de mica, pinocha y arenilla puede obligarme a contorsionar el cuerpo alcanzando elongaciones que creía haber perdido y a trasladarme dando saltitos desgarbados.
Córdoba es así, y así soy yo. Paisajes medievales de sierras bajas y rocas toscas. Pircas de ambos lados de un camino sinuoso que llega a la boca de una tormenta furiosa. Ríos frescos de agua color ámbar que descienden, a veces serenos y a veces alborotados y turbulentos. Sauces que lloran sus rulos sobre lagos mansos y quietos, y el eterno sonido de la chicharra escandalosa. La vista panorámica del hogar de un hornero, una parejita de tijeretas sobre un poste de luz, un chalchalero y un zorzal negro de pico naranja. Y por supuesto, la paja brava.
Esa mañana había amanecido brillante, y decidimos rumbear para el lado del Río Yuspe. Mi marido y mi padre aman este camino porque vuelven en bicicleta. Son treinta kilómetros desde Tanti hacia Los Gigantes atravesando mi Córdoba tan querida. Las primeras curvas y contracurvas son de un ascenso muy marcado hasta llegar a una pampilla de ensueño. Justo después, Los Gigantes con sus prominentes puntas y su soberbia silueta.
El programa fue muy completo. Fuimos cada cual en su auto, disfrutamos del día en el río, tomamos unos mates a la tarde y a la vuelta me deleité fotografiando a estos excelsos ciclistas.
-Gordo, Uds vayan yendo. Acomodamos a los chicos en los autos y los alcanzamos antes de la pampilla.
Y así, salieron mis dos Curuchets. Con sus casquitos y uniformes que incluyen un esponjoso par de glúteos, pedalearon en sincronía. Como una coreografía, se inclinaron hacia la izquierda y tomaron la primera curva, luego enderezaron su posición y se inclinaron hacia la derecha. Ya no se veían más.
-Ma, ¿puedo comer el último alfajor?
-No, gordo. Es de Benjamín. Dejáselo para más tarde, ¿dale?. Bueno vamoooos, arriba chiiicos. Suban al auto.
-Ma, quiero ir con mi abuela. ¿Puedo?
-Sí, Juancho, no hay problema. Ya que estás, decile que me deje ir adelante así no sale su auto en las fotos.
-Ok.
Y así, seguimos las huellas de las bicicletas. Anduvimos relativamente poco por ese mismo camino sinuoso y solitario. Los alcanzamos en una subida y ahí nomás arrancó la sesión de fotos. Nos adelantábamos con los vehículos y los esperábamos en curvas donde el gris de las nubes y el amarillo de la paja creaban la postal perfecta. Y otra vez nos adelantábamos y volvíamos a frenar a retratarlos.
Una hora transcurrió entre frenadas y fotografías. La noche estaba impaciente y mostraba sus primeros azules. Ya casi habíamos desandando los treinta kilómetros cuando los chicos comenzaron a demostrar fatiga. Asique, al pasar por una zona de zarzamoras imaginé que les divertiría juntar algunas para hacer helado. Dejé que los ciclistas siguieran su trayecto hasta la casa y le hice señas a mi madre para que frenara.
-Ma, pasame a Juancho y vos seguí. Yo me quedo con los chicos juntando zarzamoras.
-Val, yo no lo tengo a Juan. Pensé que estaba con vos...
Vi todo negro. Miré fugazmente hacía el asiento de atrás de mi auto para confirmar lo que ya era espeluznante. Un grito que literalmente provino de mis entrañas provocó el llanto de mis otros dos hijos. Por un segundo no tuve reacción y lo que siguieron fueron todas maniobras desesperadas de alguien con ausencia absoluta de juicio. Sin dejar de gritar y llorar, giré el auto en dos maniobras, entre precipicio y ladera, y volví por donde venía. Imaginaba a mi hijo solo en el medio de la nada. No tenía idea dónde lo habíamos dejado. Lo visualizaba amordazado en el baúl de un auto en dirección a San Luis. Imaginaba a mi chiquito cada vez más chiquito, asustado y solo en toda esa inmensidad de posibilidades.
Al poco tiempo, un auto que venía hacia mí haciendo luces, transportaba a un puñado de gente decente y compasiva y a mi chiquito. Me tiré del auto, lo abracé con la clara intensión de no soltarlo más, y luego noté que no tenía piernas para volver manejando. No pude manejar.
Perder hijos en supermercados, en la calle, en la playa, o en la pampilla en Los Gigantes, es de las sensaciones más grandes de angustia y desesperación que puede vivir uno como padre. Son momentos saturados de pensamientos que se troquelan entre la realidad de lo que realmente sucedió, alucinaciones, culpas y miedos. Y la incoherencia de los hilos conductores que nos gobiernan nos manipula hasta perder la razón.
Hoy quiero solidarizarme con todos aquellos padres que han perdido un hijo y que al día de hoy no han podido encontrarlo. Lamentablemente son muchos más de los que imaginamos. Puedo percibir la angustia crónica con la que viven. Después de lo vivido, no puedo ver las caritas de estos angelitos desaparecidos en las boletas de luz, y ser indiferente.
Por Uds y un poco de paz en sus corazones...
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