129. PEZ DE AGUA SALADA
- Pajas Bravas
- 9 ene 2015
- 2 Min. de lectura
Hablando ayer con mi marido sobre quién soy realmente y qué es lo que quiero en mi vida, me visualicé como un pez. Fue tan clara la imagen que me ayudó a entender uno de mis mayores defectos.
Salvo los “super-seguros de sí mismos”, creo que nadie escapa a esta problemática. Dos ecosistemas, dos ambientes, dos entornos. Uno ideal, otro fingido y forzado.
¿Nunca han estado en un lugar deseando estar en otro? ¿Nunca han sido parte de un grupo anhelando pertenecer a otro? Amigos más atractivos, más piolas, amigas más lanzadas, compañeros de trabajo con after office incluido, mamás del colegio que salen los jueves por la noche, formar parte de esa foto grupal sonriente en Facebook. ¿Han notado alguna vez que, en el minuto soñado en que forman parte de ese cardumen simulado, ustedes se vuelven artificiales? Yo golpee contra esa rompiente en repetidas oportunidades.
Cuando ando en el entorno que se ajusta a quién soy realmente, siento que nado ligera y ágil. El agua salada me sienta de maravilla, siento placer. Soy un pez de aguas hondas, dueña de un humor sumamente irónico, con la pizca agridulce de sarcasmo que la negrura de la profundidad exige. Ahí, en el océano, me siento cómoda y soy sumamente feliz. Es cuando despliego mis aletas y planeo eterna en el mar infinito. No tengo que esconder nada. La aceptación de los otros y la mía propia se vuelven palpables. Miro al resto de los peces y les digo: “Qué tal, Bacalaos. ¿Cómo están? Esta soy yo, con mis espinas y toda esta sal acumulada”. Y, si no fuera que por momentos quiero ser de río, me sentiría realizada.
Pero como dije, a pesar de nadar confortablemente en la densidad de mi ambiente, muchas veces pongo la vista en el agua dulce. Por alguna extraña razón, me siento atraída por ese grupo de peces que dominan los ríos, que me parecen atractivos, que nadan graciosos en aguas poco profundas y cristalinas, que son más cálidos, más exclusivos.
De chica siempre quise formar parte del grupo de mojarritas que poco tienen que ver conmigo. Esas compañeras más atrevidas, las que bailan y conquistan la noche. Luego me zambullí en un noviazgo sacro y eterno pero envidiaba la soltería. En la facultad buceaba con los aplicados cuando en realidad quería flotar con los parásitos recreados del fondo. Siempre disconforme, siempre pretendiendo cambiar, siempre deseando remontar el río.
Y entonces me visualicé como un pez. Entendí el esfuerzo colosal que me demanda intentar ser pez de otro pozo. Le dije eso a mi marido: “Si los que me conocen y me aceptan como un pez de agua salada me quieren tal cual soy, ¿qué sentido tiene poner tanta energía y bravura en remontar las aguas? ¿Y si lograra volverme un Salmón, pero no pudiera decir lo que siento o escribir lo que pienso? ¿Y si ni siguiera lo lograra?”
Es imposible dejar de ser auténticamente yo, aún cuando llegue a esos espejos de aguas deliciosas. Aún si lo lograra, no pertenezco entre mojarritas. Realmente no me hace bien y no es lo que quiero. Esta misma oleada de pensamientos quiero que entiendan mis hijos, treinta y cinco años antes que yo.
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