123. LA EDUCACIÓN DE LAS CAVERNAS
- Pajas Bravas
- 10 dic 2014
- 4 Min. de lectura
Advertencia: El tema que sigue es aburrido. Aburrido, deteriorado, antiguo, decolorado y vencido. Y es culpa de todos los gobiernos desde Sarmiento a la actualidad. Dicho esto, prosigo.
Que mis hijos son disléxicos, ya lo dije. Que juntos vamos aprendiendo a transitar este camino, también. Lo que tal vez nunca dije fue que este trastorno es pesado para mí, sumamente pesado y cuesta arriba para ellos, y aparentemente es pesado y denso también para las Instituciones Educativas de hoy. No hablo de ninguna en particular, sino de todas en general. Hablo de la Argentina inclusiva de la que tanto escucho hablar. De la Argentina de la década ganada que me canso de oír. De la Argentina que me toca vivir y, en muchos casos, padecer.
Hace veinte años, cuando la que estudiaba era yo, lo hacía de memoria. ¿Llegar sola a conclusiones sobre las causas y consecuencias de los distintos procesos históricos? Imposible. Es el día de hoy que digo con rubor, tras haber terminado la secundaria y haber promocionado con nueve la materia de Sociedad y Estado, que no sé nada de nada. No puedo hablar de las medidas tomadas por Juarez Celman o Lastiri, puedo comentar con timidez acerca de “sustitución de importaciones”, “Ley de Enfiteusis”, “Vaquerías”, “El Rodrigazo”, “La noche de los lápices” y “El granero del mundo”, pero son todos términos que entiendo por acumulación de antecedentes y que ni loca me animaría ahondar por temor absoluto al papelón. ¿Por qué? Porque todo lo estudié de memoria.
En aquellos años, los profesores tenían una fascinación: “las fotocopias”. Parvas de fotocopias en un triste y aburrido blanco y negro marcaron mi infancia. Toneladas de irritantes fotocopias que debimos recortar, doblar y pegar para su posterior lectura parsimoniosa. Pero no nos quejábamos porque estábamos hechos de esta manera. Éramos fotocopias.
En aquella época, el que no podía mantener el estándar académico de la institución, debía partir. El "desatento" que le decían. No había apoyo para el alumno, ni respaldo para su familia.
En las clases de ayer, los chicos que asistíamos a las aulas del saber éramos personas con dos piernas que nos trasportaban, dos manos, dos ojos que veían, dos oídos que oían, una voz que resonaba y todos nuestros cromosomas en perfecto estado. No había chiquitos con capacidades diferentes mezclados en los recreos, jugando entre nosotros. Y nunca me planteé que pasaba con ellos. Era chica y no se hablaba de eso. Hoy sí me lo pregunto, ¿qué habrá pasado con esos chiquitos que hoy tienen mi edad y que no tuvieron la posibilidad de introducirse en este mundo de perfectos? ¿Habrán podido insertarse de grandes?
Extrañamente los años pasaron y hoy me siento a estudiar con mis hijos. Y fíjense que digo “estudiar” y no “ayudar” porque sinceramente tengo que asimilar todo de cero. Tristemente y para mi sorpresa, mis hijos también estudian de memoria. Es un hábito que no aprendieron en casa, que no solo no comparto sino que por el contrario, repudio. Es un método de estudio (si puedo llamarlo método) que contrajeron en el colegio y que las maestras aparentemente no desalientan. Por otro lado, saben que les tomarán exactamente las mismas preguntas que tienen en sus carpetas y que no vale la pena perder el tiempo leyendo el libro. Saben que obtienen mejores resultados a bajo costo. Peor aún, veinte años después mis hijos siguen cortando, doblando y pegando fotocopias. Fotocopias que son tan deprimentes como las de ayer, pero aún más lúgubres a causa del contraste de la colorida modernidad digital. Fotocopias prehistóricas de una lectura lenta y pesada en un mundo a toda velocidad. Fotocopias que marchitan. Fotocopias, el alimento de ácaros casi al punto de volverse polvo.
Veinte años pasaron. En los recreos de mis hijos veo cientos de chiquitos perfectos chapoteando en los charcos. No hay entre ellos niños padeciendo hipoacusia, cualquier grado de parálisis cerebral, ceguera, Síndrome de Down, West o Prader Willi, no hay chiquitos con capacidades diferentes. Dicen que las instituciones no están preparadas, yo creo que los adultos son los que no están preparados. La inclusión de estos niños es tan beneficioso para ellos como para los que chapotean. En las aulas del saber, los distraídos de ayer son los disléxicos de hoy (entre otros diagnósticos). Si bien adecuan la currícula, no hay avances en cuanto a la estimulación audiovisual que los ayudaría tanto. Uno de mis hijos es sumamente inteligente, veloz en su discurso y posee la memoria más desarrollada que conozco. Sin embargo no puede escribir porque lo hace lento, invierte y omite letras y pierde el hilo antes de terminar un renglón. Ese hijo es brillante, pero tiene cero en los dictados y cuatro en nota de carpeta. Y yo me pregunto, ¿hace falta? Anoche experimenté con él para comprobar lo que suponía. Él, sentado frente a mi computadora y yo a su lado con el diccionario. La idea era decir en voz alta una palabra difícil como “acromegalia” y buscar su significado. Me ganó... siempre.
Estos chicos de hoy son todos Mark Zuckerberg. Nacieron en esta era. Estaquearlos a la nuestra es lastimar su potencial. Por supuesto que me van a decir que hay provincias hambrientas, que primero hay que sacar a los niños de la calle, que hay que alfabetizarlos, y estoy completamente de acuerdo. No tengo la solución. No tengo idea por donde se comienza. Solo vuelco mi pesar y no tengo miedo en decir que esta no es la Argentina inclusiva que profesan, que no hay señal de una ni de dos décadas ganadas en materia de educación y que los únicos perjudicados son aquellos pichoncitos excluidos y los encadenados al pasado.
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