87. MILAGROS QUE NO ANHELAMOS
- Pajas Bravas
- 27 ago 2014
- 3 Min. de lectura

“No importa el diagnóstico del doctor, la última palabra la tiene Dios”.
Ayer leí esta frase en una página y quedé fruncida todo el día. Es una aseveración complicada, sobre todo para los cristianos.
¿Por dónde empiezo?
Arranco por el suceso no explicable por las leyes naturales que se atribuye a la intervención sobrenatural de origen divino, es decir, el milagro. Todos los que hemos atravesado por la horrorosa angustia de tener un ser querido padeciendo alguna enfermedad terminal, hemos caído rendidos ante los pies de Dios rogando que proceda con “el milagro” que se ajuste a nuestras necesidades. El milagro que esperamos, el que deseamos con tanta codicia, es muchas veces narciso y mezquino. Nos consumimos rezando suponiendo que somos instrumento de Dios, y con milagro en mano, demostraremos al mundo que Dios tiene la última palabra, y no aquel médico idiota. Rezamos con tanto fervor, que moveríamos montañas; nos juntamos entre dos o tres, sabiendo que Jesús estará en medio; organizamos infinidad de cadenas de oración; ayunamos cuarenta días; visitamos al Padre Ignacio; bebemos agua bendita y llenamos la habitación de cruces y vírgenes. Pero nos olvidamos de lo principal, que a simple vista parece falta de fe, pero que es exactamente lo contrario. Nos olvidamos de dejar la vida de ese ser querido en manos de Dios, y que obre como le plazca. Rezar para que se haga Su voluntad, y no mi terquedad; aún a sabiendas de que Su fallo podría significar el tormento de quedar en carne viva. Delegar la obstinación que tenemos en sacar adelante a esa persona y confiar en que el dictamen divino ha sido lo mejor para la verdadera victima de los padecimientos de una enfermedad malparida, y no para mi egolatría.
Confiar en que Dios tiene la última palabra es consolador. Nos ubica por encima de los mismos médicos siniestros. Permite que sigamos soñando en la burbuja protectora del “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. Por eso es que creo que la frase es bipolar. Permite atravesar esos días grises con la luz de la esperanza. Ahora, cuando el milagro que tanta energía nos demandó no llega y el resultado es exactamente el que tanto temíamos, la luz se apaga y los días grises se vuelven negros. Justo después del: “Lamentamos mucho tener que informarle que…” viene la licuadora, el martillazo y la aplanadora mental. Comienzan los enojos, la ira, los cuestionamientos, los desafíos, la irreverencia, el descreimiento y finalmente, el ateísmo furioso.
¿No le pedíamos a Dios que obrara Su voluntad? O en realidad, ¿esperábamos que hiciera lo que nosotros esperábamos que hiciera?
Le agradecemos el milagro de la vida y le somos fieles mientras todo salga según nuestro designio. Sabemos que Él es quien la da y quien la quita. Pero, ¿sabemos que Él no es quien enferma ni accidenta? ¿Estamos al corriente de que no es Dios quien mata? Él no pone el tumor, ni provee las convulsiones.
En definitiva, no era eso lo que queríamos, que obre según Su voluntad. Y es justamente lo que hace. En el exacto momento en que los enfermos, las verdaderas víctimas, se rinden agotados de pelear y sufrir, aparece con su inagotable amor para traerles descanso y paz.
Es verdad que el diagnóstico del médico no importa ya que la última palabra la tiene Dios. Dejemos que la tenga.
Para los que no me conocen, yo despedí a mi hija. Atravesé por el martillo y licuadora mental, y me enfurecí. Solo después de un tiempo comprendí que se hizo el milagro, sólo que no era el que yo anhelaba.
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