69. MI ÁNGEL DE LA GUARDA
- Pajas Bravas
- 19 jun 2014
- 2 Min. de lectura
Yo tuve un ángel cuidando de mí todo el tiempo, pero no lo noté. A mí me acarició un ángel, pero no lo percibí. Un ángel veló por mí, y yo no lo aprecié. Ese ángel me alimentó, me acompañó, me socorrió y me sostuvo en mis días negros, pero no me percaté. Estaba tan metida en mi sufrimiento y en el de mi hija, que no sentí sus alas abrigándome. Ahora que pasó el tiempo, cuando miro hacia esos lóbregos días de profunda tristeza, veo con claridad la luz que irradiaba mi ángel.
Cuidé cuatro meses de mi bebita internada en el hospital. Yo me estaba convirtiendo rápidamente en una ermitaña. Las noches eran eternas. La luz tenue, el olor al iodopovidona y el sueño siempre interrumpido causado por el ruido de la bomba de leche, la alarma del saturómetro, y las sistemáticas interrupciones de las enfermeras y sus revisaciones. Los médicos impasibles y la insensibilidad con la que exponían diagnósticos apocalípticos. Los encargados de traer los medicamentos y la leche que me sacaba lo hacían siempre en (¿cuál es el antónimo de “en tiempo y forma”?). Los estetoscopios helados, las vías endebles, mi bebita benigna y su enfermedad maligna. Todo era una gran picadora de esperanzas.
Pensando en esos días, siento el agobio y la angustia en mi garganta. Entiendo, o entendía hasta ayer, que no sucumbí con mi hija por amor a mi familia. Mi marido y mis hijos me mantuvieron en pie. Pero finalmente, luego de mucho tiempo, pude sentir y visualizar la presencia de mi ángel.
A mi ángel le tocó un papel muy arduo, el de amar y sufrir todo en silencio. No volcó sus lágrimas, no liberó la angustia, no aligeró su carga, no resopló ni se quejó. Me visitaba todas las tardes con su tejido y mi cena. Nos quedábamos charlando de la vida. Me organizaba la agenda y la ropa de los chicos, me contaba cómo les iba en el colegio y estudiaba con ellos. Hablábamos de frivolidades y me animaba. Luego, antes de partir, sacaba de su canasto una botellita de jugo impostora donde suplantaba el jugo por un eufórico vino blanco que me brindaba el optimismo que necesitaba para encarar otro día. Con un ademán picaresco, lo escondía en el armario para que no lo vieran las enfermeras. Éramos cómplices en este ilícito tan legítimamente válido. Y así sin más, me daba un abrazo, un beso, y se marchaba. Una madrugada en la que entré en un círculo depresivo del que no podía escapar, llamé a mi ángel conociendo su incondicionalidad. Con lágrimas, desesperanza y entre sollozos dije: “Me siento sola”. A la media hora se abrió la puerta de la habitación y entró mi mamá, mi ángel.
Yo era una madre que sufría por su hija. Mi madre también. Por su hija y por su nietita. Lo hizo con tanta discreción que recién ahora pienso lo que habrá sufrido en sigilo para alivianar mi desolación.
¡Gracias Ma! Ahora, mirando para atrás, te veo.
Comments