68. SECRETOS DE DIVÁN
- Pajas Bravas
- 16 jun 2014
- 2 Min. de lectura
Mi relación con Dios (en adelante, “Él”… el auténtico Él, no el otro) es para el diván. Es una relación de años de matrimonio. Me exige, le demando, me pretende, le pido, me reclama, lo necesito, nos amamos, me tolera, lo soporto, me cela, nos peleamos, y siempre soy yo la que pide disculpas. He’s the boss, y yo soy monoteísta, eso figura en nuestro contrato. Pero tenemos tanta confianza, que arrinconada en la intimidad le hablo con dureza y Él me responde con firmeza. Le pido perdón, me derrite en su misericordia, me arrepiento y me condeno, me libera. Me prometía traerme el Aconcagua si se lo pedía con fe. Con auténticas toneladas de fe, yo pretendía dejar la montaña en Mendoza a cambio de la salud de mi hija. Lo amaba y lo adoraba. Confiaba en Él. Ahhh, pero Él y su misterioso plan. Hizo exactamente lo contrario. Me decepcionó, me enfurecí. ¿Debemos llamarnos Lázaro para conseguir clientelismo en las altas esferas? Lo cuestioné, me esperó. Me trató con bondad, me devolvió con caricias todas mis patadas. Adopté el papel de mártir. Y de golpe pude ver a Job entre todos. Lo distinguí o me lo reveló, no lo sé. Ese sí que la pasó mal. Lo mío ya no era tan grave. Volví mi vista a Él, ¿se habría cansado de mí? No, seguía ahí mirándome con amor. ¿Cómo puede tenerme tanta paciencia? ¿Cómo puedo seguir queriéndolo? Seguramente mis desplantes lo fastidian, a mi me molestan sus enigmas. El algoritmo con el que toma las decisiones me vuelve loca. ¿Son decisiones lógicas o estará en modo random? Yo tampoco soy lógica. Sé que Dios debería ser lo primero en mi vida, que Él me amó como nadie en el mundo, pero si llegara a pedirme a Isaac, no sólo no se lo daría, sino que tampoco sacrificaría al cordero. Sólo atravesaría el Mar Rojo si primero se abre, y también me quejaría del sabor insípido del maná. Sin embargo, Él es en quién pienso primero cuando tengo el cuerpo dominado por adrenalina, es en sus manos en las que dejo la vida de mi familia entera, le rezo y le ruego por su piedad, por su amistad. Instintivamente, ante cualquier amenaza, mi reflejo es rezar siempre en voz alta el Padre Nuestro. Realmente estoy para el diván. Mi relación con Dios roza el delirio. Su amor es mucho más incondicional que el mío. Él sí ofreció a su Hijo por mí, y yo le recrimino la vida de mi hija que ciertamente nunca entregué por Él. Y, como si no le faltaran desigualdades a esta relación, ahora le pido que me la cuide, la mime y me la llene de besos. Porque entre enojos, alegrías, desconfianzas, certidumbres, berrinches y dichas, lo único que siempre tuve en claro, es de su tangible existencia. Dios, yo también te amo.
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