49. ATROPELLADA
- Pajas Bravas
- 22 abr 2014
- 3 Min. de lectura
Vivo a mil y no me doy cuenta hasta que estaciono mi vida y me bajo. Por las mañanas quiero llegar rápido a todos lados. Resulta que los que manejan los autos a mi alrededor también quieren llegar rápido. Aparentemente, más rápido que yo. Son piolas y yo, muy temperamental. Me atropellan, los insulto, me cierran con intención de colarse, yo me opongo a sus intenciones y, ya sea que lo logren o no, llego siempre a destino enajenada. Tampoco me tomo el tiempo necesario para disfrutar de un merecido almuerzo nutritivo. Por lo general, llego a casa y termino las sobras de mi hijo de dos años. Hablamos de un desprolijo plato tibio sujetando mucha guarnición hacia los bordes, y un centro conteniendo escasos pedacitos de lo que solía ser “el alimento fuerte” del día. Me lo devoro en tres cucharadas, parada en la cocina, mientras miro que el chiquito no se meta en líos. Eso es, si no tengo que salir volando. Sino, unos chipás mientras manejo me mantienen erguida el resto del día. Es, básicamente, la importancia que le doy a la ceremonia de la alimentación, acto fundamental y necesario para la conservación de la vida. Llego al trabajo, trabajo y me voy; subo y bajo a mi hijo del auto; llevo y traigo; atiendo el celular; leo “farmacia” y freno; compro carne y verdura; bostezo; me enajeno en la calle una vez más; voy a la entrevista con la maestra; estiro las patas y sigo; compro el mapa y cartuchos; llevo a uno al dentista y al otro a la psicopedagoga; respiro; me plancho el pelo; caliento la cena; me siento a la mesa y largo el aliento como lo haría un toro al bufar. Lo que no vi por ir tan rápido fue la vida. No saludé a la señora que limpia la oficina porque tenía que pasar un llamado. No entreví que la agitación que me provocó una caminata acelerada no es otra cosa que un estado físico deplorable y una pésima alimentación. No me di cuenta, por lo apurada que andaba, que al meter a mi hijito en el auto por tercera vez, le doblé el bracito y que esa era la causa de su llanto que tanto me taladraba. No frené para conversar con mi abuela y preguntarle como andaba y escuchar su respuesta, en lugar de despacharla por estar manejando. No me percaté que la señora que tenía el número posterior al mío en la farmacia tenía consigo una bebita con evidentes rasgos de fiebre, y que su rostro denotaba preocupación y cansancio. No vi la mariposa que quiso jugar conmigo en la verdulería. Por enfurecerme con el que manejaba tan torpemente, no advertí que un abuelo esperaba pacientemente que alguien le permitiera cruzar la calle. Mientras llevaba a mis hijos a los distintos turnos, no aproveché ese tiempo rico en preguntas y respuestas, anécdotas, sueños, sugerencias y consejos. Me quedé satisfecha con: “¿Y? ¿Cómo les fue hoy en el cole?”. “Bien”. Recién en la cena logro bajar un cambio y conectarme con mi familia. Pero, ya es tarde. No hay que ser un sabio para entender que si vivimos a mil, a mil se nos pasa la vida. Cuanto mejor sería andar serena y disfrutar cada magnífico detalle que se me presenta, en vez de arrollarlo con mi vida atropellada.
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